Por Ramón Alfonso Sallard

Las cosas por su nombre

El neoliberalismo no es una expresión peyorativa de uso reciente –aunque así se utilice frecuentemente–, sino de un programa político concreto, que surgió como respuesta a la Gran depresión de 1929 y su consecuencia: el New Deal o Estado de Bienestar, pero también para frenar y contrarrestar las tendencias colectivistas de la época, que se extendían por todo el mundo a partir de la revolución bolchevique de 1917. 

El programa, elaborado por economistas, filósofos, sociólogos y juristas tuvo su origen en el Coloquio de Lippman, realizado en Paris entre el 26 y el 30 de agosto de 1938. Incluye una serie de leyes, arreglos institucionales, criterios de política económica y fiscal, entre otros.

No obstante, el neoliberalismo logró imponerse hasta la década de los 80, con el ascenso al poder de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Tatcher en Reino Unido, seguido de la caída del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS en diciembre de 1991. En la actualidad, el neoliberalismo es el que está en retirada y la implosión amenaza a Estados Unidos, como lo demuestra el conflicto entre el gobierno de Texas y el gobierno federal norteamericano.

A diferencia del liberalismo clásico del siglo XIX, que apelaba a la mano invisible del mercado, para el neoliberalismo el mercado no es un hecho natural, tampoco surge de manera espontánea ni se sostiene por sí mismo. Al contrario: tiene que ser creado, apuntalado y defendido por el Estado. En ese sentido, el neoliberalismo es una crítica clara, definitiva y rupturista al liberalismo clásico (Escalante Gonzalbo, 2015: 13-24).

En lugar de la abstención tradicional, el programa neoliberal postula un papel más activo del Estado. No pretende eliminarlo ni reducirlo a su máxima expresión, sino transformarlo. El nuevo Estado del neoliberalismo se concibe más fuerte, pero no para fines redistributivos o de justicia, sino para sostener y expandir la lógica del mercado. Es esta la que permite el ajuste automático de precios. En resumen, el único recurso efectivo para el bienestar de la población es la competencia.

Esa es la postura ideológica que subyace, por ejemplo, en los ministros de la SCJN que ayer otorgaron el amparo a varias empresas trasnacionales y declararon la inconstitucionalidad de algunas porciones de la Ley Eléctrica. El argumento fue que esta norma jurídica favorece a la Comisión Federal de Electricidad en detrimento de la libre competencia y de la libre concurrencia. Es decir, el mercado está por encima del interés público.

Los neoliberales tienden a desconfiar de la democracia, sobre todo si el voto popular favorece a una opción de izquierda que prioriza el interés colectivo sobre la garantía individual. Los neoliberales dan primacía absoluta a la libertad, que identifican con el mercado. El mercado la expresión material, concreta, de la libertad. Y toda interferencia con el funcionamiento del mercado significa un obstáculo para la libertad.

Otra idea acompaña al neoliberalismo en todas sus expresiones y derivaciones: la superioridad técnica, moral y lógica de lo privado sobre lo público (ídem: 16-17).

“[…] la realidad última, en cualquier asunto humano, son los individuos, que por naturaleza están inclinados a perseguir su propio interés, y que quieren siempre obtener el mayor beneficio posible. O por ejemplo la idea de que la política funciona como el mercado, y que los políticos, igual que los funcionarios y los ciudadanos, son individuos que buscan el máximo beneficio personal, y nada más, y que la política tiene que entenderse en esos términos, sin el recurso engañoso del interés público, el bien común o cualquier cosa parecida. O bien, que los problemas que pueda generar el funcionamiento del mercado, contaminación o saturación o desempleo, serán resueltos por el mercado, o que la desigualdad económica es necesaria, benéfica de hecho, porque asegura un mayor bienestar para el conjunto (2015: 17)”. 

Este dogma, aplicado desde la jefatura de Estado a todas las políticas públicas, llevó al desastre nacional. En determinado momento, incluso, se calificó al mexicano como una suerte de Estado fallido por la ausencia de Estado de derecho, evidenciado con las altas tasas de criminalidad, impunidad, corrupción y abuso de poder.

En las últimas décadas se acuñó el concepto de Estado fallido. El centro de estudio Fund for Peace ha propuesto los siguientes parámetros: 1) Pérdida de control físico del territorio o del monopolio en el uso legítimo de la fuerza. 2) Erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones. 3) Incapacidad para suministrar servicios básicos. 4) Incapacidad para interactuar con otros Estados, como miembro pleno de la comunidad internacional.

¿Eso es lo que defienden los ministros reaccionarios? ¿Eso es lo que vino a promover a México el inefable Ernesto Zedillo?

Por Redaccion

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *