Las cosas por su nombre
Por Ramón Alfonso Sallard
La comunicación política se puede resumir como el espacio en el que confrontan sus discursos tres actores legitimados para expresarse públicamente sobre política: los políticos profesionales, los periodistas e intelectuales y la opinión pública, detectada principalmente a través de encuestas. Según algunos teóricos, la comunicación política no es precisamente un espacio de diálogo y raciocinio, sino uno de contradicción y confrontación, es decir, un área de lucha por el poder.
Justamente eso es lo que estamos viviendo en México. Pero no es un fenómeno exclusivo nuestro. Sucede lo mismo en la mayoría de las naciones que este año habrán de elegir a sus gobernantes. El ejemplo más claro de confrontación y lucha por el poder es Estados Unidos. A tal nivel ha escalado el conflicto allá que algunos analistas norteamericanos alertan sobre la posibilidad de una nueva guerra civil en el país de las barras y las estrellas. No comparto esa opinión.
Me parece que allá y aquí la confrontación ha sido y seguirá siendo ruda, incluso con altas dosis de violencia verbal y acusaciones de toda índole, pero no al grado de que las pasiones se desborden y estalle la violencia política de manera generalizada. Simplemente, como sucede en la mayoría de las democracias modernas, esta pugna la dirimen tres legitimidades íntimamente ligadas, inscritas en los campos de la política, de la comunicación y de la opinión pública.
La expresión “opinión pública” se remonta a los griegos, pero se popularizó hasta el siglo XVIII. Los principales exponentes fueron John Locke y Jean-Jacques Rousseau, quienes pugnaban por la participación del pueblo en la vida política y reclamaban que los gobernantes tomaran en cuenta a la opinión pública.
La mayoría de sus contemporáneos, sin embargo, entendía este concepto más apegado a la idea de Platón que a la de Aristóteles. Mientras que el primero desconfiaba de la democracia y se inclinaba por una suerte de meritocracia, el segundo sí creía en la voz del pueblo.
Platón juzgaba que para gobernar se necesitaba un verdadero saber. En su opinión, el poder debía recaer en aquellos que demostraran poseer la sabiduría y la virtud necesarias para gobernar. Además, el filósofo estaba convencido de que la mayoría de la gente no poseía el conocimiento ni la sabiduría necesarios para tomar decisiones políticas acertadas. Consecuentemente, la democracia, al basarse en la opinión popular, corría el riesgo de ser manipulada por quienes buscaban el poder para satisfacción propia, en lugar de trabajar por el bien común.
Los filósofos liberales del siglo XVIII empezaron a inclinarse cada vez más por la noción aristotélica. No obstante, en la época de las revoluciones Francesa y Estadounidense los ilustrados se asignaban a sí mismos la tarea de “iluminar” o difundir las luces. Lo que pretendían era fomentar y formar las opiniones del pueblo, más allá del estamento social privilegiado en el que éstos se desenvolvían. Y es que los eruditos de la Ilustración sabían que la objeción de siempre contra la democracia es que el pueblo no sabe.
A partir de entonces, la idea de democracia ha estado indisolublemente vinculada a la opinión pública. En la época moderna es tal la simbiosis entre ambos conceptos que ha llegado a considerarse suficiente que el público tenga opiniones. En ese sentido, Giovanni Sartori sostiene que democracia es gobierno de opinión o, en su caso, acción de gobierno fundada en la opinión.
Otros teóricos contemporáneos coinciden en que no hay democracia representativa sin opinión pública. En la actualidad ya no es posible gobernar ignorándola. Cualquier político que desconozca esta regla corre el riesgo de ser expulsado de esta actividad, o bien, de no alcanzar el cargo al que aspira.
La legitimidad de la opinión pública, en los regímenes democráticos, proviene esencialmente del voto. A través de este instrumento se premia o castiga a los políticos, pero también a los medios de comunicación y a quienes en ellos informan y expresan su opinión. Independientemente de posturas políticas e ideológicas, la opinión pública suele premiar el ejercicio ético del periodismo y castigar duramente la mentira y la manipulación.
La legitimidad de los políticos en las democracias modernas está ligada a las elecciones, pero no se limita a ellas. El término se refiere fundamentalmente al ejercicio del poder, que es percibido como legítimo si es mayoritariamente obedecido, mientras que el interpretado como ilegítimo resulta desdeñado. La legitimidad política, entonces, se podría definir desde dos perspectivas: la de quien obedece y la de quien manda. Claro, tampoco se puede ignorar la obediencia cuando el Estado hace uso legítimo de la violencia. El autor clásico en la materia es Max Weber.
En resumen, los políticos profesionales requieren del espacio de la comunicación política para convencer a los ciudadanos de sus propuestas. Los medios y los periodistas somos, por tanto, objetivos insoslayables. Por eso es indispensable no perder de vista que tanto políticos como periodistas regularmente hablamos a dos niveles: a nuestros pares y a la opinión pública.
La legitimidad de los medios, en el sentido clásico, se sustentaba en la calidad de su información, en su independencia y en la crítica que ejercía. Entre sus objetivos estaba vigilar a los políticos y dar cuenta del cumplimiento de sus promesas. En otras palabras, la doctrina alentaba a medios y a periodistas a convertirse en guardianes de los intereses de la sociedad civil frente al poder público, cualquiera que fuera su signo.
Pero ese mundo idílico hace tiempo que dejó de existir. El Internet y las redes sociales modificaron por completo el espacio clásico de la comunicación política, y nuevos actores adquirieron legitimidad para participar en la lucha por el poder. Ahora todos los poderes, incluidos los fácticos, están expuestos. La comunicación se hizo horizontal e inmediata. Los medios convencionales han visto reducido su antiguo papel de intermediarios entre los poderes públicos y la sociedad. Hoy, los políticos profesionales acuden más a la comunicación directa con la población para medir su opinión y actuar en consecuencia.
Lo que no ha cambiado es la fuente de legitimidad de políticos, periodistas e intelectuales. Esa fuente es la credibilidad. Que alguien sea custodio de este bien significa que otras personas están convencidas de que dice o se conduce con verdad, y por tal razón depositan en ella su confianza. La credibilidad trae como consecuencia autoridad moral. Y si alguien posee autoridad moral, entonces es capaz de influir en otros al momento de la toma de decisiones.
Es en ese terreno en el que se está dirimiendo la contienda política en México. Una parte lo ha entendido a la perfección. La otra ha confundido las cosas. Comunicación política no es sinónimo de publicidad ni de propaganda: son conceptos muy distintos. Hoy, la mentira se desmonta rápido y resulta contraproducente. Cierto que la repetición del mensaje funciona. Pero funciona de ida y vuelta, es decir, aquí aplica la Tercera Ley de Newton: con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria.