Las cosas por su nombre
Por Ramón Alfonso Sallard
Un doctorado no te hace inteligente ni te prepara para regresar al aula después de tener una alta exposición mediática. Un doctorado tampoco te ayuda a controlar tu ego desbordado, sobre todo si ya constataste que el necesariato no es una modalidad aplicable a tu persona. Vaya: ser doctor como tu papá y tu mamá tampoco garantiza claridad, lucidez, perspicacia o sagacidad, si acaso tus progenitores exhibieran esas prendas, pues tales recursos no se transmiten por ósmosis. Se adquieren o se cultivan, independientemente del posgrado que ostentes.
Si tu condición de junior caprichoso se impone al conocimiento adquirido y te impide desplegar a plenitud tus capacidades cognitivas, estás en problemas. Si tu necesidad de atención te empuja a ofrecer argumentos engañosos o francas mentiras, tu reputación se arrastrará por los suelos. Si te inmiscuyes en disputas de poder, pero tienes la piel sensible, las respuestas que recibas descontrolarán tus emociones y herirán tu psique. Si a raíz del conflicto radicalizas tus posturas y exhibes un alto grado de fanatismo, la obnubilación puede llevarte a chocar con pared. Si a todo lo anterior sumas el escarnio a tus adversarios y la defensa cínica de tus privilegios, de plano, estás perdido.
El personaje en cuestión es fácil de identificar. Claro, Lorenzo Córdova es incapaz de reconocerse a sí mismo en esta descripción. Por eso aseguró, en su alocución del Zócalo el domingo pasado, que las reformas constitucionales propuestas por el presidente de la República son “ilegales”. ¿Cómo es posible que desconozca las facultades constitucionales del Ejecutivo para presentar iniciativas de esa naturaleza?
Que un abogado como él lo diga es una barbaridad. Que lo afirme el discípulo de un constitucionalista de élite como Jaime Cárdenas, quien le dirigió su tesis de licenciatura en derecho, es una insolencia. Que lo asegure quien es profesor de Teoría de la Constitución y de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la UNAM, resulta ofensivo y procaz. Pero que lo sostenga el expresidente del Instituto Nacional Electoral es absolutamente escandaloso.
Llegar a ese nivel de degradación es propio de la estupidez humana y tiene una explicación: el dinero. Lorenzo Córdova se acostumbró a la buena vida a costa del erario desde que era asesor del consejero presidente del IFE, José Woldenberg. Luego, sus ingresos y prestaciones crecieron exponencialmente al ser designado consejero electoral (2011-2014). Cuando obtuvo la presidencia del nuevo INE por un período de nueve años, ya no hubo límites. Se sintió con derecho a la abundancia y al privilegio
Pero el quid del asunto no estaba ahí, sino en la asignación y distribución de los recursos públicos a los partidos políticos. En ese rubro, el presidente del INE tuvo un manejo totalmente discrecional durante todo su mandato, porque contó con la mayoría calificada del Consejo General, integrado por consejeros afines a los partidos políticos, quienes llegaron al cargo mediante acuerdos de cuotas y cuates en la Cámara de Diputados.
El dinero corrompió todo. Lejos quedaron las palabras del presidente Ernesto Zedillo, la noche del 25 de julio de 1996, cuando presentó en el Salón de Recepciones de Palacio Nacional la iniciativa de reformas constitucionales en materia electoral que su administración había negociado durante diecinueve meses con los líderes de los partidos políticos de oposición Felipe Calderón Hinojosa, del PAN, y Porfirio Muñoz Ledo, del PRD. En su discurso, Zedillo atribuyó a la iniciativa un carácter “definitivo”, “decisivo” e “irreversible” y sostuvo que serviría para “perfeccionar nuestra justicia electoral, vigorizar nuestras instituciones electorales, consolidar condiciones genuinamente justas en la competencia por el poder público y por la representación popular”.
La primera reforma al artículo 41 de la Constitución fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 6 de diciembre de 1977. Se adicionaron cinco párrafos al texto original de 1917, que constaba de un solo párrafo. En principio, se definió a los partidos políticos como entidades de interés público y se determinó que la ley señalaría las formas específicas de su intervención en los procesos electorales. En abril de 1990 hubo una nueva reforma. Se añadieron seis párrafos más.
En septiembre de 1993 se realizó otra reforma más. De los doce párrafos que ya tenía el artículo 41 de la CPEUM, se suprimió uno y se sumaron diez más para quedar en veintiuno. En abril de 1994 se reformaron varios párrafos y se adicionaron otros más. Hasta que llegó la presunta reforma definitiva de Zedillo, publicada en el DOF el 22 de agosto de 1996. El artículo fue reestructurado completamente para quedar en 20 párrafos.
Cuatro aspectos destacan de esta reforma: a) el derecho al uso permanente de los medios de comunicación social; b) el financiamiento público a los partidos políticos destinadas al sostenimiento de sus actividades ordinarias permanentes y las tendientes a la obtención del voto durante los procesos electorales; c) los montos se fijarían cada año para las actividades ordinarias, en función de los costos mínimos de las campañas (30% se distribuiría de forma igualitaria entre todos los partidos con registro y el 70% restante de acuerdo con el porcentaje de votos obtenidos); y d) el financiamiento público para las campañas equivaldría a una cantidad igual al monto destinado a las actividades ordinarias del año.
En 2007 hubo nuevas reformas al artículo 41 de la CPEUM, al igual que en 2014. Pero en 2016 se fijaron los criterios que prevalecen hasta la fecha en materia de financiamiento a los partidos políticos y que representan un auténtico abuso, por los criterios de asignación y por su crecimiento permanente y exponencialmente superior a la inflación y a los salarios mínimos.
En la reforma publicada en enero de 2016 se establece el financiamiento público de los partidos para sus actividades ordinarias permanentes, para la obtención del voto durante los procesos electorales y también para las de carácter específico. Para las primeras su fijación es anual “multiplicando el número total de ciudadanos inscritos en el padrón electoral por el sesenta y cinco por ciento del valor diario de la Unidad de Medida y Actualización”; para los comicios de presidente de la República, senadores y diputados, “equivaldrá al cincuenta por ciento del financiamiento público que le corresponda a cada partido político por actividades ordinarias en ese mismo año”; cuando sólo se elijan diputados federales, equivaldrá al treinta por ciento de dicho financiamiento.
Por esos criterios fue que llegamos a ser la democracia más cara del mundo. Sin embargo, Lorenzo Córdova alegó en su alocución del domingo: “Nos costó mucho tener órganos electorales que fueran autónomos del poder e independientes de los intereses de los partidos políticos. Hoy todo eso está bajo amenaza. Nos pasamos más de 40 años construyendo una escalera cada vez más sólida, cada vez más robusta, cada vez más firme para que quien tuviera los votos pudiera acceder al primer piso. Y hoy desde el poder, quien llegó a ese primer piso por la libre voluntad de la ciudadanía pretende destruir esa escalera para que nadie más pueda transitarla”.
El expresidente del INE aseguró también que se ha intentado la captura del organismo electoral “imponiendo como sus titulares no a personas capaces e independiente sino a personeros del oficialismo”. Es decir, descalificó a la actual presidenta del INE, Guadalupe Taddei Zavala, electa legal y legítimamente mediante las normas y reglas de la “escalera” aludida. ¿Entonces?
Bien haría el susodicho en leer un espléndido texto de Jaime Cárdenas Gracia, su director de tesis de licenciatura en la UNAM, que se encuentra en los archivos del Instituto de Investigaciones Jurídicas, donde ambos son profesores-investigadores de tiempo completo. El ensayo se titula “Los argumentos jurídicos y las falacias” (2015, IIJ-UNAM). Quizá logre clarificar su confusión. O quizá no le importe porque ya hizo suyos los argumentos del señor feudal del INE, José Woldenberg, expresados en su libro “El Desencanto” (Cal y Arena, 2009):
“Muchos encuentran en los movimientos políticos una nueva fe, un sustituto de las añejas religiones […] Y la masa de creyentes tiene un poder de atracción nada despreciable. No es sólo su volumen […] sino la seducción de pertenencia a algo más grande, más valioso, único e irrepetible. Se trata de una comunidad abierta a recibir a todos porque su vocación es la de crecer, pero siempre a cambio de una sola y fundamental cesión: la autonomía de juicio. Porque autonomía de juicio y pertenencia a una comunidad de la fe resultan antónimos. La primera es subversiva al poner en duda las certidumbres consagradas […] mientras la segunda necesita y reclama sumisión, integración y adoración.”
El problema es que esa definición podría aplicarse al evento del domingo pasado en el Zócalo. La estampa es nítida: arriba, en el templete, Lorenzo Córdova, enardecido, arengando a la multitud a defender la democracia de un imaginario riesgo de regresión autoritaria, como consecuencia de las “ilegales” iniciativas de reforma constitucional del presidente; a su lado, avalando los argumentos del orador, José Woldenberg, José Ramón Cossío, Maricarmen Alanís, Mariclaire Acosta y Fernando Belaunzarán, entre otros; abajo, en la plancha del Zócalo, la masa de creyentes de esta nueva comunidad de la fe política que grita al presidente, con renovado fervor religioso, dos certezas: “dictador” y “narco”.
Se trató de un auténtico baile de máscaras. Miles de personas participaron en él. Ahí, en el corazón de la República, hombres y mujeres de dos caras, falsas divinidades que miran en haz y envés al mismo tiempo cubren sus rostros con disfraces deformes de los nuevos héroes patrios y del villano que habita Palacio Nacional. La vestimenta holgada, sin frente ni espalda, exhibe una misma frase por ambos lados: “la democracia no se toca”. El éxtasis del público es total.
En el enorme templete, los danzantes dan vueltas y vueltas, de manera cadenciosa. Al unísono se despojan de la máscara colocada sobre el rostro de ¿vanguardia?, pero abajo aparece un nuevo disfraz. Lo mismo sucede con la cara de ¿retaguardia? Los movimientos se repiten ad infinitum sin que nadie, danzantes y espectadores, conozca los verdaderos rostros de los participantes.
Abajo, en la plancha del Zócalo, algunos asistentes imitan los movimientos que los danzantes ejecutan en el templete y que miles más observan amplificados en las pantallas gigantes colocadas en varias ciudades del país, para que nadie se pierda el espectáculo. Pero los movimientos son torpes. Los imitadores no saben bailar. Tampoco son capaces de distinguir entre el anverso y el reverso de los émulos de Jano.
Ellos, los de abajo, no entienden ese asunto de las dos caras ni la razón por la que es necesario disfrazarse. Ellos y ellas simplemente creen, tienen fe, admiran. Aplauden al protagonista principal del baile, pero también al director de la puesta en escena, aunque les resulte demasiado confuso eso de máscaras sobre máscaras. Desconocen por completo que así es la danza del poder y que, en su ejecución, es materialmente imposible desvelar los verdaderos rostros de los participantes, pues llega un momento en el que los múltiples disfraces sobrepuestos se convierten en el verdadero y único rostro de los hombres y mujeres del poder.