Las cosas por su nombre

Por Ramón Alfonso Sallard

Memorias de Adriano es una novela que obsesiona a quien esto escribe. Más que la historia en sí, ha leído y releído, una y otra vez, las notas de Marguerite Yourcenar sobre la construcción de la primera de sus obras maestras. Lo que le cautiva es el proceso creativo: los años de fermento de una idea, antes de ver concluida la tarea. Dos elementos más que explican esta fascinación son la forma en que el libro llegó a sus manos y quién le regaló el ejemplar.

El entusiasmo por Yourcenar no le fue transmitido por su amigo José Antonio Lugo, estudioso de las letras francesas, reconocido francófilo y devoto de la autora nacida en Bruselas en 1903, bajo el nombre de Marguerite Cleenewewerck de Crayencour. Traducirla al castellano es privilegio de unos cuántos, entre ellos Julio Cortázar y Lugo. El segundo, en el prólogo que escribió para La voz de las cosas, dice:

“En Alexis o el tratado del inútil combate, a los 20 años, Yourcenar escribió: ‘Toda felicidad es una inocencia’; a los 50, en Memorias de Adriano: ‘Toda felicidad es una obra maestra’, y a los 80, en un hotel de Tokio, adonde había viajado para escribir su libro sobre Yukio Mishima, afirmó: ‘Sentí, no un instante de felicidad, porque la felicidad no se mide por instantes, sino la súbita conciencia de que la felicidad nos habita’. De la primera cita a la última hay una distancia de 60 años, seis décadas en las que aprendió el secreto que sólo les es revelado a los verdaderamente sabios: la aceptación absoluta de la vida y la comunión con la belleza y el misterio de nuestro paso por este mundo.”

No fue, pues, José Antonio Lugo, sino Jesús Tapia Avilés, periodista de época en Sonora, quien lo condujo a Yourcenar.

Tapia Avilés, durante los últimos años de su vida, fue un amigo generoso del autor de este texto. La diferencia de edades nunca fue obstáculo. Por el contrario: aquél percibía en éste el idealismo, la testarudez y la temeridad que lo caracterizaron en su juventud, elementos que se conjuntaron para que un buen día emprendiera el camino rumbo a la Sierra Maestra para entrevistar a Fidel y al Ché. Éste veía en aquél a un maestro de la vida y del periodismo, no obstante que se asumía como un hombre de izquierda, y su camarada, en veloz tránsito hacia la vejez, se mostraba cercano al oficialismo, aunque negaba ser priista. En su propia definición, decía ser liberal, juarista y ateo.

Jesús tenía setenta y tantos años, y cinco de haber vencido al cáncer, cuando los médicos le dijeron que la enfermedad había atacado de nuevo su organismo. El fin estaba cerca. Se lo comentó a su amigo por teléfono, pero él creyó que exageraba. ¿Cómo podía estar tan cerca de la muerte y, al mismo tiempo, tan entusiasmado con un libro que acababa de leer y que quería regalarle? De eso quería hablarle. Por eso lo invitó a su casa ese mismo día. Ya, con urgencia.

Después de haber sido proscrito del medio periodístico sonorense por el gobernador de la entidad, a principios de 1998, sólo Jesús había decidido hacer caso omiso de la consigna y abrir las páginas de la publicación que dirigía a los textos de su joven colega. Durante meses escuchó con paciencia, una y otra vez, los detalles de un proyecto largamente imaginado por su colaborador, que entonces como ahora no tiene nombre. El plan estaba inspirado en Balzac y La comedia humana. A Jesús le divertía una empresa tan pretenciosa, pero la alentaba.

Era de noche cuando Tapia Avilés recibió al joven periodista a la puerta de su vivienda. Estaba en silla de ruedas, irreconocible. ¿Cómo podía haberse deteriorado tanto, si apenas un mes antes se veía fuerte, lúcido, optimista? Se trasladaron a una estancia llena de libros donde un galón de vino tinto y dos puros Cohiba, estilo Churchill, los esperaban. Hacía tiempo que el anfitrión no bebía alcohol ni fumaba, pero la ocasión lo ameritaba.

Conversaron durante varias horas. De tanto en tanto, su esposa o una hija ingresaban a la habitación para preguntar con amabilidad si se les ofrecía algo. El invitado se retiró de madrugada con el libro Memorias de Adriano en la mano y una frase del veterano periodista dándole vueltas en la cabeza: “Después de leer esta obra me puedo ir en paz”. Murió dos días después.

Jesús Tapia Avilés dejó este mundo justo en la fecha en que los antiguos romanos realizaban la gran fiesta de inicio de las siembras de primavera, celebración mayor que se conoció como los idus de marzo. En ella se invocaba al dios Jano al que este autor se ha referido en un texto anterior.

En los tiempos del dios Jano, los antiguos romanos tomaban como referencia tres fechas para señalar los días del mes: las calendas, las nonas y los idus. Las calendas –de cuyo nombre deriva calendario— correspondían al primer día de cada mes y eran fijas. Las nonas e idus se adelantaban o atrasaban según el mes de que se tratara. Las nonas fijaban los días cinco como referencia, excepto en marzo, mayo, julio y octubre, que se movían al siete. Los idus correspondían a los días trece, pero en marzo, mayo, julio y octubre, recaían en el quince.

Por obra del sincretismo, los primeros cristianos adoptaron la gran fiesta romana de los idus de marzo como fiesta del campo. La celebración se mantuvo mucho tiempo. De manera paralela, sin embargo, había empezado a crecer a lo largo y ancho del imperio un sentimiento de reserva e incluso de temor por esa fecha.

El asesinato de Julio César, el 15 de marzo del año 44 antes de Cristo, dio pie a que la imaginación popular asumiera no sólo ese día, sino el mes completo, como tiempo de grandes calamidades y acontecimientos generalmente turbulentos. Fue un proceso de varios siglos que se extendió a todo el mundo occidental.

Muchos pueblos, aún sin saber bien a bien el origen, adoptaron como propia la cautela romana. Preferían posponer el inicio de sus grandes proyectos o adelantarlos, pero nunca iniciarlos en marzo, a menos que quisieran enfrentar todo tipo de desgracias.

William Shakespeare, con su tragedia Julio César, que narra los últimos días de vida del emperador romano, contribuyó en gran medida a la mala fama del 15 de marzo. En la escena II, situada en una plaza pública, César se encuentra con un adivino que le advierte: “Guárdate de los idus de marzo”. César lo desdeña: “Es un soñador; dejémosle”. Y sigue su camino. En la fecha aludida (escena primera del acto III), frente al Capitolio, César vuelve a encontrarse con el clarividente. “Los idus de marzo han llegado”, le dice el emperador. “Ay, César, pero no han pasado”, le responde él. Minutos después, Julio César cae muerto a puñaladas, víctima de una gran conspiración en el Senado

Jesús Tapia Avilés falleció el 15 de marzo de 1999 en Hermosillo, Sonora. No hubo conspiración alguna que arrojara ese resultado. Murió de cáncer. Pero él sí que conspiró, dos días antes, para hacer llegar a manos de su joven amigo la obra cumbre de Marguerite Yourcenar y una petición, reclamo, regaño: “Ponte a escribir ya los libros que me has platicado”. Tenía él, entonces, 32 años.

Por Redaccion

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *