Las cosas por su nombre
Por Ramón Alfonso Sallard
En la década de los 80 del siglo XX, Alan Riding, corresponsal de The New York Times en México, publicó un libro referente a la compleja relación entre México y Estados Unidos que se convirtió en bestseller en ambos lados de la frontera. La obra se llama “Vecinos distantes”. En el Preámbulo su autor advierte: “Probablemente en ningún lugar del mundo dos vecinos se entiendan tan poco. Más que por niveles de desarrollo, los dos países están separados por lenguaje, religión, raza, filosofía e historia. Estados Unidos es una nación que apenas cuenta doscientos años y está ya sobre el siglo XXI. México tiene varios miles de años y sigue sujeto a su pasado”.
El libro forma parte de una tradición de textos sobre México escritos por no-mexicanos que representan las ventanas a través de las cuales el mundo nos ve y nos conoce. Lo que el autor pretende es “entender” a México y ofrecer su interpretación al mundo anglosajón a partir de una premisa: “México no entrega sus secretos voluntariamente, porque son los secretos de su supervivencia. Es feroz al juzgarse a sí mismo, pero toma los cuestionamientos de los extranjeros como si fueran ataques contra sus defensas”.
En los últimos 150 años, dice, “México ha podido conocer y sentir el poderío estadounidense: en el siglo XIX, perdió la mitad de su territorio a manos de su vecino del norte; en el siglo XX, se ha vuelto dependiente, en términos económicos, de Estados Unidos. En contraste, hasta hace poco, Estados Unidos apenas si miraba hacia el sur”.
En efecto, así era hasta mediados de los años 80, cuando se publicó el libro de Riding. Salvo el capítulo del cierre de frontera entre Estados Unidos y México por 21 días a fines en 1969, la relación entre los gobiernos de ambos países evadía las rispideces. En esa misma década, sin embargo, dos eventos modificaron nuevamente el trato entre las autoridades de las dos naciones: el secuestro y asesinato en México del agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar (febrero de 1985), y la caída del Muro de Berlín (noviembre de 1989).
Los dos eventos propiciaron que las autoridades mexicanas quedaran sujetas a nuevas presiones, requerimientos y amenazas de intervención directa, incluso militar, por parte de Estados Unidos. El crimen de Camarena se convirtió en asunto de Estado. Fue un elemento perturbador de las relaciones binacionales, a tal punto que, cinco años después, en enero de 1990, miembros del congreso de Estados Unidos y algunos altos funcionarios de aquel país, seguían discutiendo abiertamente la posibilidad de una incursión militar en México, como la efectuada por aquellos días en Panamá para derrocar al llamado hombre fuerte de ese país, Manuel Antonio Noriega.
El general había colaborado anteriormente con los Estados Unidos, pero un día decidió desafiarlos y entonces se hizo público su expediente criminal y su complicidad con los traficantes de drogas. La invasión militar norteamericana a Panamá, para aprehender al militar que gobernaba tras bambalinas, se justificó porque era narcotraficante. Así dijeron cuando se lo llevaron para juzgarlo en territorio norteamericano. Al final, como era previsible, fue condenado a cadena perpetua.
Ubiquemos el contexto: Desde el 14 de julio de 1989, durante las celebraciones en París del bicentenario de la toma de La Bastilla, los jefes de Estado y de gobierno invitados al acto mostraban preocupación por el eventual desmoronamiento del bloque soviético, incapaz de aguantar el ritmo impuesto en los años anteriores por el presidente Ronald Reagan y su Guerra de las Galaxias. La ascendente carrera armamentista parecía haber precipitado las cosas. El colapso, ¿quién podía dudarlo?, estaba cerca.
Así, cuando el 9 de noviembre de ese año cayó el Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría que durante 26 años había separado a las dos Alemanias –una bajo influencia norteamericana, otra bajo la égida soviética–, todo mundo supo que el desmoronamiento del bloque comunista era un hecho. La reunión cumbre que el 2 de diciembre celebraron en Malta los presidentes de Estados Unidos, George Bush, y de la URSS, Mijail Gorbachov, reforzó la percepción generalizada. El evento de aquel día simbolizó el fin de la Guerra Fría, pero la incursión impune de los norteamericanos a Panamá, 15 días después, fue la confirmación plena del nuevo orden mundial unipolar.
Sin límites ni contrapesos, Estados Unidos bien pudo escoger a México como siguiente blanco en esa época, por más descabellada que pareciera la posibilidad. Tal escenario se fue desvaneciendo poco a poco, pues los intereses económicos mutuos continuaron en ascenso en el marco de dos tratados de libre comercio suscritos por ambos países (el primero en 1994 y el segundo en 2018).
En el siglo XXI la relación entre México y Estados Unidos se ha modificado por completo. Aunque algunos políticos de allá aún creen que “México hará lo que nosotros le digamos” –como lo declaró ayer el líder republicano de la Cámara de Representantes, un tal Johnson–, están absolutamente equivocados. Las balandronadas no corresponden a los datos puros y duros. De hecho, el sujeto tuvo que rectificar casi de inmediato.
Actualmente, México es el principal socio comercial de Estados Unidos. El volumen del intercambio comercial entre ambas naciones en 2023 ascendió a una cifra sin precedentes de 798 mil 834 millones de dólares. Según la Oficina del Censo del Departamento de Comercio de EU, México logró el 15.7 por ciento del comercio mundial de EU, dejando en el segundo puesto a Canadá con 15.2 y a China en la tercera posición con sólo 11.3 por ciento.
Es decir, ahora existe una interdependencia o dependencia mutua. México ya no es el país débil al que su prepotente y arbitrario vecino podía imponer condiciones de manera unilateral. El asunto se pone peor para ellos si se analiza la aportación económica directa de los mexicanos en ese país.
Hace unos días, la secretaria de Relaciones Exteriores de México, Alicia Bárcena, aportó algunos datos: en la actualidad, 37.3 millones de connacionales viven en Estados Unidos. Estos migrantes aportan 324 mil millones de impuestos anuales a ese país. Para entender lo que esto significa, la cifra rebasa el Producto Interno Bruto (PIB) de Colombia.
Dicho de otro modo: en el país donde su dios es el dinero, los mexicanos influyen. Y pueden influir mucho más. Tanto, que tienen posibilidad de definir con su voto al ganador de la futura elección presidencial de Estados Unidos.
Pero eso no es lo único que sucede en la actualidad. Para consternación de los norteamericanos, el mundo unipolar en el que imponían arbitrariamente sus criterios por medio de la fuerza bruta o mediante sanciones económicas, se desmorona a gran velocidad. Hoy existen otras potencias militares y económicas –principalmente China y Rusia– que no se someten a sus dictados. En tiempo real, se está configurando un nuevo orden mundial multipolar que nuestro vecino del norte todavía no alcanza a dimensionar, y cuyo punto de quiebre puede ser el genocidio que Israel está cometiendo en Gaza bajo la protección de Estados Unidos.
Al revés de lo que sucedió en 1989, el imperio norteamericano se encuentra debilitado, pues la cerrera armamentista liderada por la Rusia de Putin –como en su momento ocurrió con la guerra de las galaxias de Reagan—los tiene al borde del colapso económico.