Las cosas por su nombre

Por Ramón Alfonso Sallard

Una cosa es respetar y/o compartir las creencias religiosas de las personas y otra muy distinta es postrarse, en un acto de genuflexión política, ante el clero conservador del país. La jerarquía católica nacional, reunida en la Conferencia del Episcopado Mexicano, debe ser escuchada por las candidatas y el candidato presidencial –al igual que cualquier ministro de culto de cualquier religión–, pero eso no implica que exista compromiso, mucho menos obligación, de asumir sus posturas políticas expresadas en el documento Compromiso nacional por la paz, construido desde los púlpitos y en más de mil foros y conversatorios “de una red territorial diversa y multisectorial que hoy está presente en cada estado de la República”.

El intervencionismo electoral del clero, expresamente prohibido por la Constitución y por la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, ha sido tolerado por cinco gobiernos neoliberales y por la actual administración. Sin embargo, el puntual addendum de Claudia Sheinbaum al documento de los obispos fijó los límites con los que éstos deberán conducirse ante la futura presidenta de la República, pues ella no necesitará de reformas constitucionales en materia religiosa para legitimarse en el poder, como sucedió con Carlos Salinas de Gortari.

El expresidente hizo suyas las propuesta del episcopado en 1989 a cambio de que la Iglesia Católica ignorara el fraude electoral y respaldara su política de privatizaciones. De nuevo, es necesario recurrir a la historia para comprender el empoderamiento actual de los mercaderes del templo.

El 28 de enero de 1992 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto por el que se reforman los artículos 3º, 5º, 24, 27, 130 y se adiciona el Artículo Decimoséptimo Transitorio de la CPEUM.

La reforma normativa en materia religiosa fue la culminación de cuatro años de acercamientos entre el gobierno mexicano y la Iglesia Católica, cuyo punto de partida fue la asistencia, como invitados de honor, del cardenal Ernesto Corripio Ahumada y del delegado apostólico Girolamo Prigione en el acto de toma de protesta de Carlos Salinas de Gortari como presidente de la República, el 1º de diciembre de 1988.

El político había llegado al poder después de unas cuestionadas elecciones, y bajo un clima de falta de legitimidad.  En consecuencia, la presencia de los jerarcas eclesiásticos en la Cámara de Diputados representaba un importante aval a su persona y a su futuro gobierno. En reciprocidad escucharon decir a Salinas: “El Estado moderno es aquel que… mantiene transparencia y moderniza sus relaciones con los partidos políticos, con los grupos empresariales, con la Iglesia”.

El modelo salinista de “modernidad” representaba un giro de 180 grados en las conflictivas relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica, que se habían manifestado históricamente “como expresiones de pugnas de poder entre las élites de ambas instituciones y no como expresiones culturales de la sociedad, producto de un proceso sostenido de modernidad”, según una académica estudiosa del tema.

El conflicto entre ambas instituciones a mediados del siglo XIX, y luego durante los primeros años del siglo XX, derivó en el establecimiento de un marco jurídico que redujo la religión a un asunto privado, con el propósito explícito de debilitar la participación de la Iglesia Católica en casi todas las esferas de la vida social y política que anteriormente hegemonizaba.

La Constitución de 1917 (artículos 3º, 5º, 27 y 130) refrendó la separación Iglesia-Estado, establecida por los liberales mediante las Leyes de Reforma y una cruenta guerra de por medio; definió también el carácter laico de la educación en México; negó personalidad jurídica a las iglesias y les prohibió poseer bienes inmuebles; proscribió el establecimiento de órdenes monásticas; limitó la realización del culto público a espacios específicos y, finalmente, restringió los derechos políticos de los ministros de culto impidiéndoles votar y ser votados.

Más que a un sentimiento antirreligioso, las medidas restrictivas buscaban frenar expresiones de simpatía y/o la participación de la jerarquía eclesiástica a favor de la causa contrarrevolucionaria. “El comportamiento de la Iglesia, en ocasiones más parecido a un partido político que a una congregación religiosa, motivó en buena medida este tipo de reacciones”, según otro académico que analizó los antecedentes históricos del proceso de reforma de Salinas en materia religiosa.

La confrontación aumentó de tono durante la década siguiente a la promulgación del texto constitucional. La autoridad papal y la jerarquía eclesiástica nacional se enfrentaron directamente al Estado mexicano. El cisma de la Soledad del 21 de febrero de 1925 fue el acontecimiento que precipitó el conflicto religioso. El 14 de marzo de 1925 la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR) hizo pública su existencia y su programa de lucha.

Un año después, el 14 de junio de 1926, el presidente Plutarco Elías Calles estableció medios de control para asegurar la sujeción de las iglesias al Estado mediante la expedición de la ley reglamentaria del artículo 130 constitucional. La nueva norma, entre otros aspectos, facultaba a los gobernadores de los estados para imponer cuotas y requisitos especiales a los ministros de culto. Eso dio lugar, en algunos casos, a la arbitrariedad.

La expedición de la mencionada ley reglamentaria en un contexto de tensión y rechazo eclesiástico generalizado a la Constitución, precipitó la llamada Guerra Cristera, cuya fase más violenta ocupó los años de 1926 a 1929, manteniéndose las tensiones durante la década posterior. El conflicto religioso concluyó oficialmente el 21 de junio de 1929 mediante la firma de un acuerdo entre las partes conocido como concordato o modus vivendi. Este tipo de acuerdo explícito entre la iglesia romana y los gobiernos se utilizaba para la resolución de tensiones en ámbitos mixtos (familia, educación, bienes materiales de la Iglesia). Es decir, la relación Iglesia-Estado se definía por acuerdo directo entre el Vaticano y los estados nacionales sin pasar por los episcopados nacionales.

El concordato, sin embargo, no desmovilizó a todos los cristeros. Algunos grupos mantuvieron la resistencia por varios años más. Tampoco mejoró sustancialmente las relaciones entre el Vaticano y el Estado mexicano en las décadas siguientes.  En 1932, por ejemplo, Pío XI formuló una “enérgica condena” al artículo 130 constitucional.

Casi sesenta años después de la conclusión oficial de la Guerra Cristera, el 25 de septiembre de 1988, el papa Juan Pablo II encabezó la ceremonia de beatificación del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro, fusilado junto con otras tres personas el 23 de noviembre de 1927, acusado de conspirar para intentar asesinar al general Álvaro Obregón, diez días antes, en un atentado fallido. El evento de beatificación fue el preludio de la nueva relación Iglesia-Estado que se estaba construyendo con discreción, y que se haría pública durante la toma de protesta de Carlos Salinas como presidente de la República.

En el verano de 1989, la Conferencia Episcopal Mexicana envió una carta a Salinas proponiéndole una serie de enmiendas constitucionales, así como otra visita del papa Juan Pablo II a México (la primera ocurrió en 1979), la cual finalmente se realizó el 8 de mayo de 1990. Previamente, el 11 de febrero de ese mismo año, el Ejecutivo anunció la reanudación de relaciones diplomáticas con el Vaticano y la designación del jurista Agustín Téllez Cruces como embajador. Por su parte, el Vaticano formalizó el papel del delegado apostólico Girolamo Prigione como representante personal del papa.

Enseguida, durante su Tercer Informe de Gobierno, que se realizó el 2 de noviembre de 1991, Salinas anunció que promovería una nueva situación jurídica de las iglesias bajo los siguientes principios: “institucionalizar la separación entre ellas y el Estado, respetar la libertad de creencias de cada mexicano y mantener la educación laica en las escuelas públicas. Promoveremos congruencia entre lo que manda la ley y el comportamiento cotidiano de los ciudadanos, dando un paso más hacia la concordia interna en el marco de la modernización”. 

Finalmente, el 10 de diciembre de 1991, la fracción parlamentaria del PRI en la Cámara de Diputados, que contaba con mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso de la Unión, presentó la iniciativa de reformas constitucionales. La propuesta, aprobada nueve días después, recibió 460 votos a favor y 22 en contra. El procedimiento en el Poder Legislativo Federal se solventó con rapidez, al igual que en las legislaturas locales.

Una vez que el decreto de reformas se publicó en el Diario Oficial de la Federación, el 28 de enero de 1992, se procedió a la discusión y aprobación de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, que entró en vigor el 15 de julio de 1992. Finalmente, en diciembre de ese mismo año, la Secretaría de Gobernación otorgó sus respectivos registros a la Iglesia Católica, a la Conferencia del Episcopado Mexicano y a la Arquidiócesis primada de México.

El Reglamento a la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público tardó más de una década en ser expedido: se publicó en el DOF hasta el 6 de noviembre de 2003. ¿Por qué se demoró tanto? El académico Manuel Andreu Gálvez, doctor en derecho por la Universidad Panamericana, institución dirigida por la prelatura del Opus Dei, afirma que “la libertad religiosa en el México actual tiene su origen en las reformas de 1992”, a las que considera como “base para el fin del laicismo en México”. Tal cual. (“La libertad religiosa en México: las reformas de 1992 como base para el fin del laicismo”, IIJ-UNAM, 2019).

Por Redaccion

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