Las cosas por su nombre

Por Ramón Alfonso Sallard

En su libro sobre Lee Harvey Oswald, Norman Mailer escribió que “la política es el arte de manipular a los manipuladores”. La frase me deslumbró desde que la leí, por certera. Su idea se inscribe en la línea de pensamiento de Maquiavelo, no en la del deber ser aristotélico o kantiano. Es decir, el escritor estadounidense optó por describir la realidad como es, no como quisiera que fuera. Al sintetizar la praxis política realmente existente, Mailer mostró también su oficio periodístico.

Hace casi un cuarto de siglo supuse que la política es lo que es, pero que también podía ser otra cosa. Eran tiempos de cambio y, a mi juicio, se requería construir una narrativa distinta para delinear el nuevo ejercicio del poder emanado del mandato popular. Por eso, en el grupo al que se encomendó el discurso de toma de posesión del presidente electo –cuyo nombre prefiero olvidar–, y del cual formé parte por algún tiempo, insistí en la inclusión de una frase que partía de la aguda observación de Mailer pero que proyectaba un giro de 180 grados a su enfoque. Decía aquella propuesta:

“Es tiempo de que la política deje de ser el arte de manipular a los manipuladores para transformarse en un ejercicio esencialmente ético, en donde los principios no tienen por qué estar reñidos con los resultados”.

Mi propuesta no solo fue rechazada varias veces, sino que, incluso, generó malestar en otros integrantes del grupo, que la consideraban una necedad, una ingenuidad. Al final, lo más rescatable de aquel discurso fue la siguiente definición: “el presidente propone y el congreso dispone”. En realidad, así fue, pero no por convicción democrática, sino porque se impusieron en el legislativo los intereses espurios de los poderes fácticos.

Tres sexenios después, y no obstante la enorme legitimidad con la que ascendió al poder el actual presidente de la República, parecería que adolece de menor capacidad de maniobra que la que tuvo el palurdo con botas. Y eso es así porque AMLO propone, el congreso dispone y aprueba, pero la corte (con minúsculas) invalida.

En sus mañaneras, el presidente ha dicho varias veces que, en política, con frecuencia, hay que optar por el mal menor, pero que, cuando están en juego los principios, hay que decidirse, sin duda alguna, por los principios. Tengo la convicción de que ese criterio ha normado su actuación, porque he dado seguimiento puntual a su gobierno desde la academia. Después de todo, la política es también percepción, relato, no sólo cifras.

Coincido con la mayoría de las políticas públicas redistributivas adoptadas por el presidente, aunque también he diferido de aspectos puntuales en materia de derechos humanos. En todo caso, mantengo mi autonomía de juicio para coincidir o diferir. Precisamente por esa autonomía de juicio, que pretende ser objetiva, admito que otra parte de AMLO –a fin de cuentas, los seres humanos somos bivalentes— es gustosamente manipuladora. Le encanta hacer rabiar a sus adversarios y éstos, invariablemente, caen en sus provocaciones y se exhiben tal cual son, justo como el presidente quería que se exhibieran.

Si hay alguien en México que demuestra la veracidad del concepto de Norman Mailer, esa persona es López Obrador. ¿O alguien tiene duda de cómo manipuló a expertos manipuladores como Ricardo Monreal y Marcelo Ebrard –que en algún momento quisieron disputarle la conducción de su movimiento–, hasta exhibir sus ambiciones megalómanas ante las bases, al punto de dejarlos tan disminuidos que sus tristes figuras transitan hoy entre la irrelevancia política y la sumisión a la nueva líder?

¿O qué decir de la forma en que manipuló al señorito Lorenzo, tan manipulador y clasista él, para que revelara sus convicciones derechistas, casi en estado psicótico, en el portal de la familia Madrazo, mientras la eyección de sus seguidores en el INE continúa de manera inexorable?

Sobre la manipulación a los manipuladores ministros de la corte me ocuparé en otra ocasión, al igual que de Claudio X. González junior. Sólo un apunte: este último me recuerda a un personaje de caricatura con el que reía a carcajadas en la niñez por su proverbial torpeza: el coyote. Sí. El coyote Claudio lleva más de cinco años ideando toda suerte de artilugios para atrapar al correcaminos AMLO, sin éxito. Cada intento termina invariablemente en desastre.

Confieso que el relato de estos continuos desastres políticos en la mañanera es uno de los segmentos que más me divierten. Y es que manipular a los manipuladores es un arte mayor cuyo despliegue requiere de principios muy sólidos.

Dicho con todo respeto, claro.

Por Redaccion

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