Las cosas por su nombre

Por Ramón Alfonso Sallard

Todo empezó en 1969. En septiembre de ese año, para mayor exactitud. El gobierno del presidente estadounidense Richard Nixon tomó una medida unilateral sin precedentes: bloqueó el tránsito libre de vehículos y peatones en su frontera terrestre con México. La medida, que se extendió durante 21 días, significó el inicio de la nueva guerra contra el narcotráfico que ese país dice sostener desde entonces. Se le denominó Operación Intercepción.

De inicio, el plan afectó a quienes querían ingresar a territorio norteamericano, así como también a los que pretendían ir de ese país a la nación mexicana. Oficialmente, la intención era evitar el paso de marihuana que se cultivaba en la Sierra Madre Occidental (sobre todo en Sinaloa), y que inundaba a la mayor potencia económica y militar del mundo. Se intentaba también cerrar la circulación al opio y sus derivados, que se procesaban en la misma zona, y en menor medida a los hongos alucinógenos y el peyote.

La decisión de Nixon marcó el fin de una época de cooperación entre ambos países, iniciada a partir de la Segunda Guerra Mundial, y transformó por completo las relaciones bilaterales. El gobierno norteamericano tenía ahora nuevas prioridades. El asunto de las drogas, que emergió por primera vez, se instalaría permanentemente a partir de entonces en la agenda entre ambos países.

La Operación Intercepción no fue discutida previamente con México, con el propósito de que su instrumentación fuera rápida, sorpresiva y eficaz. La fecha escogida para hacer el anuncio fue el 8 de septiembre de 1969. Ese día, de manera humillante, el presidente estadounidense dio a conocer su plan. Lo hizo durante una reunión con su homólogo mexicano en la frontera de ambos países, con motivo de la inauguración de la Presa Amistad, sobre el Río Bravo, en un punto ubicado entre Texas y Tamaulipas. En el mismo evento, Gustavo Díaz Ordaz se enteró que grupos armados estadounidense se concentraban a lo largo de toda la frontera para poner en práctica la unilateral medida adoptada por Washington.

A pesar del papel estratégico de Gustavo Díaz Ordaz en el contexto de la Guerra Fría, y de su posición claramente pro estadounidense, Washington decidió realizar un operativo que afectaría claramente al presidente mexicano. El deterioro de la relación bilateral representaba un mal menor. Una vez más quedaba claro que Estados Unidos tiene intereses, no amigos.

Además, la Operación Intercepción se puso en marcha cuando ya estaba en campaña el sucesor de Díaz Ordaz, un hombre de perfil todavía más conservador que, en los años previos, cuando se desempeñaba como secretario de Gobernación, había sido leal colaborador de los norteamericanos. De hecho, ambos –Díaz Ordaz y Luis Echeverría– figuraban en la nómina de la Agencia Central de Inteligencia, según se pudo comprobar años después, cuando varios documentos secretos de la CIA fueron desclasificados.

Los arquitectos del plan sabían de antemano que habría resultados bastante magros en el combate al tráfico de drogas en la frontera EU-México. Incluso anticipaban muy bajos decomisos, tal cual ocurrió. Los objetivos a corto, mediano y largo plazo se inscribían más bien en el ámbito propagandístico. Era un asunto de geopolítica, más que de justicia, de leyes o de salud pública.

Con la Operación Intercepción, el gobierno de Nixon se inventó un enemigo externo tan poderoso (las drogas) que se requería de toda la fuerza del Estado para combatirlo. Este recurso es sumamente útil para la legitimidad de los gobernantes, tal como ha quedado demostrado en diversas coyunturas históricas. En otras palabras, las medidas coercitivas y unilaterales que adoptó la Casa Blanca contra su vecino del sur tenían un carácter coyuntural, pero no atacaban el problema de fondo interno (el creciente consumo) ni se apelaba a instancias bilaterales de cooperación.

El plan ideado por el gobierno de Nixon se fundamentó en la Ley de Importación y Exportación de Drogas Narcóticas, aprobada por el Congreso de ese país en 1922. Desde esa época –en plena Prohibición—se estableció el criterio que seguirían en adelante todos los gobiernos de esa nación: el flujo de narcóticos debía ser combatido y controlado en su fuente, es decir, desde su lugar de origen. La Operación Intercepción respondía a esta noción.

Con el cierre de la frontera, la Casa Blanca infligía a su vecino del sur un fuerte castigo económico. Para levantar la medida, el gobierno mexicano debía adoptara las políticas norteamericanas en materia de combate a las drogas. La idea de una “mayor cooperación” de México se traducía en medidas concretas como la presencia permanente de agentes norteamericanos en nuestro país, con facultades para “supervisar” los programas y acciones gubernamentales en contra del narcotráfico, y capacidad para actuar policialmente en territorio mexicano.

Además, la política exterior mexicana, ostentosamente lejana de las posiciones públicas de Washington, y con frecuencia opuesta a ellas, era una fuente inagotable de conflictos “innecesarios”, a juicio de la Casa Blanca, que no compartía la postura mexicana de mostrar al mundo una independencia política que, en los hechos, distaba mucho de ser cierta. Tampoco entendía el concepto dignidad, al que frecuentemente apelaba México, para marcar distancia. Lo que sí quedaba claro era que ese tipo de actitudes podían doblegarse mediante la ejecución de planes como el de la Operación Intercepción.

Hay que ubicar también el contexto estadounidense y sus conflictos internos en esa época: Nixon tenía poco tiempo de haber ascendido al poder. Todavía a principios de 1968 su presencia en la Casa Blanca se antojaba sumamente difícil, pero el asesinato del precandidato demócrata y amplio favorito para ganar la contienda de ese año, Robert F. Kennedy, le allanó el camino. El homicidio se produjo en junio de ese año en un hotel de Los Ángeles, California, cuando la víctima pronunciaba el discurso de victoria de las elecciones primarias en ese estado.

Nixon ya había perdido con otro Kennedy (John) la carrera presidencial de 1960. Coincidentemente, el mayor del clan también fue acribillado públicamente –22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas–, en lo que constituyó el inicio de una serie de crímenes políticos que sacudieron a Estados Unidos en la década de los 60. El siguiente líder político ejecutado fue Malcom X, líder pro derechos civiles de la población afroamericana. Murió a balazos en 1965.

El asesinato de Martín Luther King ocurrió el 4 de abril de 1968, justo un día después de que pronunciara un vibrante discurso en el que advertía que no tenía miedo y que sabía que no vería la montaña. Fue ultimado a tiros en Memphis. Mientras se celebraban las exequias del líder pacifista en Atlanta, una ola de violencia se extendió por todo el país norteamericano. Dos meses después, también Robert F. Kennedy caía abatido por las balas asesinas.

Estados Unidos disputaba una guerra a miles de kilómetros de sus fronteras, en Vietnam, pero también estaba en guerra interna. Lyndon Johnson, vicepresidente con John F. Kennedy que había alcanzado la Casa Blanca a la muerte del mandatario y que luego fuera electo para el período 1964-68, tomó la decisión de intervenir abiertamente en Vietnam. Confiado en el poderío bélico de su país y en la urgente necesidad de detener el avance de la influencia soviética en el mundo, el texano adoptó aquella decisión el 2 de agosto de 1964. Así, de 4,000 soldados que tenían en 1962, la cifra se multiplicó hasta llegar a 500 mil en 1967.

En el 68 se vivió una ola de rebeldía que unió a jóvenes norteamericanos de todos los segmentos raciales con estudiantes del mundo occidental, de Europa del Este y de algunos países latinoamericanos. El movimiento estaba originalmente simbolizado por fenómenos de aparente inconformismo irracional, como los provos, los beatniks o los hippies; pero junto a movimientos de rebeldía, no específicamente ideológicos, que predicaban amor y pazy que pugnaban por sexo, drogas y rock and roll, surgió también una corriente militante que enfrentó orgánica y abiertamente al establishment.

La rebelión estudiantil empezó a mediados de la década de los 60 en la universidad californiana de Berkeley, y luego siguió en otras instituciones de esa entidad y en varias más de la unión americana en los siguientes años. Continuó en la Universidad Libre de Berlín y luego se extendió a los centros universitarios más importantes de Europa y América, entre ellos México. Alcanzó su cenit en Nanterre y las barricadas de mayo-junio del 68 en París. El germen de inconformidad se propagó, incluso, detrás de la cortina de hierro e infectó a países como Checoslovaquia. El punto trágico se registró el 2 de octubre en México, con la matanza de estudiantes que asistían a un mitin en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco.

Los complejos movimientos sociales y políticos de la época popularizaron el consumo de drogas, especialmente de marihuana. El estigma social asociado al uso de la hierba se desvaneció por completo en amplios segmentos de la sociedad norteamericana. La actitud del público empezó a ser benevolente. Conforme las cifras crecían año con año, el abuso se convirtió, primero, en un pasatiempo aceptable, y acabó siendo un producto de primera necesidad para la clase media.

A punto de finalizar la década de los 60, una cosa resultaba clara en Estados Unidos: el consumo de diversas drogas entre su población estaba fuera de control. No sólo era ya un problema de salud pública, en el cual se invertían miles de millones de dólares anuales, sino también un asunto de seguridad nacional. El punto de quiebre fue la guerra de Vietnam.

En 1968, el mismo año en que ocurrieron los asesinatos de Martin Luther King y Robert F. Kennedy, se realizó en Vietnam la ofensiva del Tet en la que los norteamericanos salieron muy mal librados. Desde ese momento, Washington empezó a evaluar que la derrota militar era una posibilidad real. Bastaba con revisar las cifras de los miles de millones de dólares gastados, los varios miles de muertos y los centenares de miles de heridos que registraban sus filas. Peor aún: cientos de miles de soldados que estuvieron en el frente de guerra, al retornar a Estados Unidos, lo hicieron con una severa adicción a las drogas y con serios problemas de readaptación a la vida civil.

La solución que encontró el presidente Nixon para enfrentar esta problemática fue el cierre de la frontera con México para, supuestamente, detener el flujo de drogas hacia ese país. Lo mismo que proponen hoy republicanos y demócratas. Es decir, nada nuevo. La diferencia es que México es hoy el principal socio comercial de EU, lo cual hace inviable una nueva Operación Intercepción.

Por Redaccion

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