Las cosas por su nombre
Por Ramón Alfonso Sallard
La presencia de la marquesa Cayetana Álvarez de Toledo en nuestro país ha mostrado de manera diáfana la mentalidad colonizada por el eurocentrismo de un segmento de la intelectualidad nacional, pero también su anhelo restitutorio del antiguo sistema de castas impuesto por la corona (con minúsculas) española durante los tres siglos de dominación colonial en lo que hoy se conoce como México.
Que la diputada de ultraderecha, perteneciente a la internacional reaccionaria (Atlas Network), destacará su condición criolla para señalar un origen racial similar al de AMLO, y que esta alusión hubiese sido aplaudida por la comentocracia del antiguo régimen, delinea claramente los dos bandos políticos en pugna: los que defienden la igualdad sustantiva entre las personas y quienes reivindican los linajes nobiliarios y la existencia de razas humanas, entendidas estas como un sistema de jerarquización que ha sido fuente de exclusión social.
Para ubicar la circunstancia específica de México y las reminiscencias de esa sociedad de castas hay que remitirnos a la “sociedad indiana” y a los pueblos de indios de la Nueva España. Se entenderá entonces, de mejor manera, la mentalidad colonizada de nuestros conservadores de hoy. Y no me refiero solamente al eurocentrismo, sino a la condición de servidumbre en la que se auto adscriben respecto a quienes ostentan títulos nobiliarios.
En cuanto al racismo, basta con remitirnos, por esta ocasión, a la Declaración de Jena, emitida durante la 112ª Reunión Anual de la Sociedad Zoológica Alemana realizada en 2019 en esa ciudad. Ahí, 500 científicos debatieron sobre el tema y concluyeron que las razas humanas no existen. En virtud de los estudios realizados a partir del descubrimiento del genoma se comprobó que los individuos del género humano contamos con el 99.9% de genes y ADN idénticos. Los rasgos que determinan el aspecto físico de las personas son producto del 0.01% del material genético. A pesar de la comprobación científica, el racismo sigue existiendo y se exacerba en determinadas coyunturas políticas como las que se desarrollan actualmente en México.
La presencia de la aristócrata española en México se inscribe en ese contexto. Aunque es un personaje políticamente menor, ha causado revuelo por la notoriedad que le ha otorgado la oposición y por el eurocentrismo de los dos principales capos culturales del antiguo régimen: Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze.
El eurocentrismo tiene sus raíces en la Antigüedad clásica, con la idea de que Grecia era el centro del mundo civilizado. Esta falacia se reforzó durante la Edad Media con la expansión del cristianismo y la centralidad de Europa en la Iglesia católica. El eurocentrismo se consolidó durante la época de expansión colonial. Los europeos –entre quienes cuento a mis ancestros—se veían a sí mismos como superiores a los pueblos de otras culturas, y justificaron la colonización como una forma de “civilizar” a los “salvajes”. Lo que en realidad hicieron fue destruir buena parte de la cultura y forma de vida de los pueblos originarios.
Después de la caída de Tenochtitlan –el 13 de agosto de 1521–, la corona española diseñó lo que se denominó Pueblos de Indios. Y a partir de la Real Cédula de 1545, las autoridades virreinales impulsaron esta figura con tres propósitos fundamentales: 1) cobrar los tributos de manera más eficiente; 2) aumentar el control de las comunidades sometidas vía la evangelización; y 3) concentrar y asegurar la mano de obra requerida por los colonizadores.
En el Virreinato de la Nueva España hubo 4,468 pueblos de indios, una suerte de municipio o comunidad con reconocimiento jurídico de la corona, lo cual permitía la relocalización de comunidades étnicas y la concentración de población dispersa. De esta manera se desplegó una política de control, marginación y explotación de los pueblos originarios.
La autoridad superior era, legalmente, el corregidor de indios. Su jurisdicción abarcaba varios pueblos de una comarca determinada. Sin embargo, quien realmente ejercía el mando permanente, a nombre del Estado español, era el cura doctrinero. En tanto, el cacique étnico y su cabildo actuaban como agentes colaboradores de éste. Es decir, aunque se reconocía a las autoridades indígenas tradicionales, el cura del pueblo era, en los hechos, quien tenía la última palabra.
Los españoles desplegaron una política social dual durante la colonia, acorde con su concepción del mundo. Por un lado, estaban los blancos de origen ibérico o nacidos en el nuevo mundo, y por otro los indígenas. Desde la perspectiva legal de la época, ambas comunidades debían mantenerse claramente separadas. La forma de relacionarse estaba delimitada y detallada por el derecho vigente entonces.
En las ciudades fundadas por los españoles se excluía a la población étnica, la cual era ubicada y concentrada en la periferia de los nuevos asentamientos. De esta manera, los vasallos-tributarios podían acudir a las labores que los amos les encomendaban.
Los conquistadores empezaron a concentrar a la población indígena porque requerían de abundante mano de obra. Las cédulas reales de 1545 le dieron sustento legal a esta necesidad. En los años siguientes hubo otras más, con especial acento en la reubicación, con lo cual se formuló un instructivo cada vez más detallado sobre el régimen que debía imperar en los nuevos conglomerados.
La corona española profundizó esta política a fines del siglo XVI. Una vez que consolidó la conquista y la evangelización de las etnias, evitó que los pueblos originarios se “apropiaran” o “usurparan” las grandes extensiones de tierras baldías, que en la época eran consideradas legalmente de propiedad real. Así, en otra cédula de 1568, Felipe II de España demandó a las autoridades coloniales combatir esta práctica. En 1591 se promulgaron varias cédulas más, denominadas “de composición”, con las cuales se determinó la posesión legal o legítima de las tierras entregadas. Después se abrió un largo período de titulación formal de las tierras de españoles e indios. En realidad, las propiedades de los pueblos indígenas eran de carácter social y comunitaria. La propiedad privada llegó a América con los europeos, al igual que el machismo.
De esta manera, en la América española se consolidó un nuevo cuerpo político y social conocido, en denominación historiográfica, como “sociedad política indiana”. En un principio estuvo conformada solamente por “españoles” e “indios”. Cada población tenía características distintas y estatutos jurídicos diversos. Y aunque dependían políticamente de la corona, ambas estaban sometidas por igual a la Iglesia Católica.
La identidad racial fue una fórmula sencilla al inicio del proceso colonizador. Pero con el paso del tiempo se agregaron los “mestizos” o categorías nuevas, como los negros traídos de África y esclavizados en el nuevo mundo. Los españoles también se dividieron en “criollos” y “peninsulares”. Como consecuencia, se creó un sistema de castas que incluso sobrevivió a las guerras de Independencia y cuyas reminiscencias pueden ser apreciadas hasta la actualidad.
Las comunidades políticas que coexistieron al interior de esta sociedad también son conocidas como “repúblicas”, pero la definición no significa que hubiese existido en la Colonia un modelo organizativo y político republicano. Más bien, la “república de españoles” y la “república de indios”, remiten a la definición latina res publica, que significa “cosa pública o interés público de una colectividad”, “cuerpo político de una sociedad”, “bien común”. Ambas eran parte del Estado colonial.
El Estado, según la doctrina española de la época, estaba constituido por dos partes: el rey (la corona) y el reino (el pueblo). Esta concepción se trasladó también al nuevo mundo, pero tuvo que adaptarse a circunstancias y especificidades que no existían en la península ibérica.
A pesar de estos antecedentes, varios autores contemporáneos, incluso a fines del siglo XX, mantenían una visión sesgada de lo sucedido durante la colonia, lejos de la realidad, como puede apreciarse en la siguiente caracterización:
“Desde el siglo XVI los negros en su mayoría sometidos a esclavitud desempeñan pesados trabajos en las minas y haciendas de las tierras calientes. Un negro aportó las viruelas, otro en cambio sembró el trigo por vez primera en México. Mezclados con indios y europeos engendraron las castas y sus hijos en virtud del principio de la libertad de vientre fueron libres. Las castas la parte más útil de la población novohispana, según afirmara Alamán formaban la base sobre la que descansaba la sociedad. Hábiles trabajadores en las minas y en el campo, ejercían multitud de oficios y artes mecánicas, eran criados de confianza y núcleo importante de las milicias, en fin eran los brazos que se empleaban en todo” (ESQUIVEL OBREGÓN, Toribio. Historia de México. T. I. 3ª edición, Edit. Grijalbo, México, 1990. p. 208.)
Esa condición de servidumbre idealizada, precisamente, es la que exhibió Xóchitl Gálvez al recibir con beneplácito la intrusión política de la marquesa Álvarez de Toledo en México, invitada por el fascista Ricardo Salinas Pliego. Después de todo, el apelativo de ladina le sienta bien.