Las cosas por su nombre
Por Ramón Alfonso Sallard
Parafraseando al gran director de cine español, Pedro Almodóvar, los intelectuales mexicanos que asumieron como verdad revelada “el fin de la historia” (Francis Fukuyama) y “el final de la ideología” (Daniel Bell) están hoy al borde de un ataque de nervios. Y es que la experiencia de lo real –el gobierno de AMLO– ha vaciado de ideas y argumentos a este grupo. Los conversos son los más afectados y, por lo mismo, los más furiosos.
La orfandad ideológica que produjo en ellos la caída del Muro de Berlín se repite en la actualidad, pero con mayor conmoción: les duele hasta la médula el fracaso del neoliberalismo, porque, al asumir este credo, abdicaron de sus antiguas convicciones. Se concretaron a repetir la propaganda y a recibir los privilegios. Renunciaron a seguir pensando. Hoy la opinión pública les está cobrando el haber escuchado el canto de las sirenas.
Estos intelectuales creyeron que las democracias liberales que emergieron del capitalismo habían triunfado en forma definitiva sobre el socialismo real y, por lo tanto, carecía de razón seguir persiguiendo la utopía de la igualdad y de la fraternidad. Fukuyama lo planteó de la siguiente manera:
“La lucha […] que requería audacia, coraje, imaginación e idealismo se verá reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente y la satisfacción de las sofisticadas demandas consumistas”.
Para el pensamiento liberal-conservador, la ideología es una doctrina sistemática y totalizante que se impone al conjunto de la sociedad a través de un programa político concreto, aplicado mediante ingeniería social. En este esquema, la ideología se opone a la verdadera política, entendida como el arte de organizar la convivencia mediante el debate racional de los problemas concretos. Según los autores formados en esta otra tradición, el triunfo de la democracia liberal –representado con la caída del Muro de Berlín y la posterior disolución de la URSS– no es un triunfo ideológico, sino eminentemente político.
En efecto, durante más de tres décadas, el programa político del neoliberalismo permeó en todos los centros académicos y culturales del país. Con el respaldo del citado grupo de intelectuales, se estableció una nueva hegemonía cultural en la que se priorizó lo privado sobre lo público y lo social. Y buena parte de la población mexicana asumió la nueva ideología que no se reconocía como tal. Hasta que llegó el tsunami de 2018, seguido de las políticas redistributivas que adoptó el nuevo gobierno. Entonces las cosas empezaron a cambiar de forma acelerada.
Al principio, los intelectuales que hoy están al borde de un ataque de nervios pretendieron disputar la narrativa al gobierno, pero los medios de comunicación tradicionales, que multiplicaban estas voces, se vieron rápidamente apabullados por la palabra presidencial, que adoptó un esquema de comunicación directa con la población a través de sus redes sociales. El instrumento principal han sido las mañaneras, que se reproducen en una gran variedad de plataformas. El mensaje se repite millones de veces al día.
A pesar de que todo está a la vista, los intelectuales al borde de un ataque de nervios no entienden todavía lo que está sucediendo en el país, porque parten de una premisa errónea: niegan la existencia de lo que la misma tradición liberal ha denominado “el pueblo”. Viven en una burbuja. Sólo se relacionan entre ellos y sólo se leen entre ellos.
Recordemos que después de la independencia de Estados Unidos –reconocida oficialmente con el Tratado de París de 1783–, ese naciente Estado nacional enfrentó severos problemas de gobernabilidad y eficacia para hacer valer su mandato. Por tal razón, el Congreso convocó a la Convención de Filadelfia, que se celebró entre el 14 de mayo y el 17 de septiembre de 1787. El objetivo era revisar los artículos de la Confederación, pero el órgano legislativo terminó escribiendo una nueva Constitución.
El texto original consta de siete artículos. Fijó como requisito para su ratificación que al menos nueve de los trece Estados avalaran la Constitución en convenciones convocadas especialmente para tal objetivo, lo cual ocurrió el 2 de junio de 1778. El texto constitucional de los Estados Unidos de América fue ratificado en cada Estado en convenciones citadas a nombre de “Nosotros el Pueblo” (We the People), conforme al concepto de soberanía popular del medioevo, proveniente de la tradición romana.
A pesar de estos antecedentes históricos, los intelectuales siguen sin entender por qué el actual presidente de la República no los consulta, no les da acceso privilegiado, no les entrega dádivas económicas y ni siquiera los considera como intermediarios entre el poder público y la sociedad. Pero lo que de plano no toleran es que AMLO critique sus posturas y los señale por sus nombres y apellidos.
Es penoso leer algunos textos de Héctor Aguilar Camín, José Antonio Crespo o Denise Dresser, por señalar a los más representativos de este grupo de intelectuales al borde de un ataque de nervios. Hay varios más, pero no todos demuestran el deterioro cognitivo de este trío, que parece haber adquirido un trastorno obsesivo compulsivo ante la sola mención del nombre del presidente Andrés Manuel López Obrador. Algunos de sus artículos y comentarios en redes son verdaderamente delirantes.
Me temo que están en un camino de no retorno. Me recuerdan mucho a Carlos Castillo Peraza, el último intelectual del PAN: nunca se repuso de la derrota ante Cuauhtémoc Cárdenas por la Jefatura de Gobierno del DF en 1997. En adelante, y hasta su muerte en 2000, se volvió un tipo monotemático. Terminó por alejar a buena parte de sus lectores.
El domingo pasado, Sabina Berman escribió en El Universal: “Es fascinante: sus opositores siguen sin entender a López Obrador luego de cinco años de tener los ojos fijos solo en él. ¿Qué no entienden, si le conocen cada palabra, cada gesto, cada traje y corbata? Una sola cosa. Con quién carajos dialoga el zorro por encima de sus doctoradas cabezas. A quién le habla y a quién dirige sus acciones. No a ellos, los analistas. No a los otros políticos. No. El viejo zorro cuando está lúcido tiene un solo interlocutor, la gente.”
Coincido. Nunca entendieron, estas élites intelectuales, lo que hacía y sigue haciendo AMLO. Por eso las campañas injuriosas en su contra no prenden, excepto en el círculo que las difunde. Por eso, ante el avasallamiento opositor que se avecina, están al borde de un ataque de nervios. Seis años más en el ostracismo no es poca cosa.