Las cosas por su nombre
Por Ramón Alfonso Sallard
Por regla general, la memoria suele acomodar las cosas de tal manera que uno siempre sale victorioso de sus derrotas. Sin el hubiera, difícilmente se podría culpar a los demás de nuestras propias equivocaciones.
“Si hubiera tenido un gramo más de inteligencia y no hubiera publicado el documento del pacto de Coahuila, estoy seguro de que la corrupción no sería el tema principal en las redes sociales, sino el segundo aire de Xóchitl”. Eso escuché decir ayer a un integrante del frente opositor que estuvo presente en el cierre de precampaña de la panista en la Arena Ciudad de México. Hubiera. Pretérito pluscuamperfecto del subjuntivo. Algo que nunca tuvo lugar.
¿Cómo prever el factor de la estupidez humana? Escribió alguna vez el novelista Jorge Ibargüengotia: “Lo triste o lo alegre de una historia no depende de los hechos ocurridos, sino de la actitud que tenga el que los está registrando”. Esa es la premisa con la que parecen actuar, por ejemplo, algunas personas emanadas de la academia, que en otro tiempo gozaron de credibilidad y prestigio en amplios segmentos de la sociedad y que hoy exhiben sin pudor sus fobias y prejuicios en redes sociales.
Madame Didí, la más orgánica de las intelectuales del antiguo régimen, es, quizá, el más claro ejemplo de este proceso de degradación. Otra frase del desaparecido Ibargüengoitia, quien falleció en 1983 al desplomarse el avión en el que viajaba, viene como anillo al dedo: “Es tan grotesco, que me produce ternura”.
Se supone que el periodismo tendría que ser el antídoto contra este mecanismo que construye verdades alternas conforme a lo que hubiera sido, en lugar de relatar o analizar lo que realmente es. Claro, el periodismo cimentado en hechos. El problema es que en el México de hoy el rigor profesional es ya una entelequia. Una pieza de museo. Carne de hemeroteca.
Algunos reporteros voladores de notas, y otros tantos analistas especializados en falacias, justifican su actuación con el siguiente argumento: la obra de un periodista tiene un carácter esencialmente efímero. Su producto es totalmente perecedero. Sobre todo, hoy que abundan las redes sociales. En ellas se proclama a viva voz, y de la manera más estridente posible, lo que antes sólo se decía en el rincón de una cantina.
Ante un panorama tan turbio, habría que valorar seriamente la ampliación de inscripciones en La escuela del mundo al revés, fundada hace un cuarto de siglo por el escritor uruguayo Eduardo Galeano, lamentablemente ya fallecido, aunque de una manera distinta a la de su colega Ibargüengoitia. Cito:
“[…] después de visitar el país de las maravillas, Alicia se metió en un espejo para describir el mundo al revés. Si Alicia naciera en nuestros días, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría con asomarse a la ventana. Al fin del milenio, el mundo al revés está a la vista: es el mundo tal cual es, con la izquierda a la derecha, el ombligo en la espalda y la cabeza en los pies”.
Pero ¿cuál es la oferta educativa de la escuela del mundo al revés? Antes que nada, hay que decir que es la más democrática de las instituciones educativas, pues no exige examen de admisión, no cobra matrícula y dicta gratuitamente sus cursos, a todos y en todas partes, así en la tierra como en el cielo.
En la escuela del mundo al revés –describe Galeano—el plomo aprende a flotar y el corcho, a hundirse. Las víboras aprenden a volar y las nubes aprenden a arrastrarse por los caminos.
Consecuentemente, el mundo al revés premia al revés: desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo. El arte de engañar al prójimo, que los estafadores practican cazando incautos por las calles, llega a lo sublime cuando algunos políticos de éxito ejercitan su talento.
En efecto, como bien dice Galeano, los violadores que más ferozmente violan la naturaleza y los derechos humanos, jamás van presos. Ellos siguen teniendo las llaves de las cárceles.