Las cosas por su nombre

Por Ramón Alfonso Sallard

Para el poeta y ensayista Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura en 1990, los intelectuales ejercen una función crítica y reflexiva en la sociedad; deben estar al servicio de la verdad y de la justicia; además, tienen que estar dispuestos a cuestionar el orden establecido.

Paz distinguía entre dos tipos de intelectuales: los orgánicos –concepto acuñado originalmente por Gramsci–, que están vinculados a una clase social o a una determinada ideología; y los puros, que se mantienen independientes de cualquier clase social o ideología. En la noción del pensador mexicano, son los intelectuales puros los que pueden ejercer una crítica más objetiva y profunda de la sociedad.

El problema es que el propio Paz vulneró su publicitado concepto de pureza intelectual al vincularse abiertamente a una ideología y a un programa político –el neoliberalismo–; al poder político más corrupto que ha existido en México en más de un siglo –el salinismo–; y al poder económico más conservador y corrupto, representado por Televisa, cuyo dueño, Emilio El Tigre Azcárraga Milmo, se asumía como soldado del PRI con una encomienda: “hacer televisión para jodidos”.

Si alguna duda quedaba de la distancia del Paz que escribió El Ogro filantrópico, respecto al intelectual orgánico en que se convirtió en el otoño e invierno de su vida, el propio poeta se encargó de despejarla durante el encuentro internacional de intelectuales que organizó en la Ciudad de México en 1990, bajo el título “La experiencia de la libertad”. Fue penoso verlo defender, molesto, al antiguo régimen de partido de Estado, al punto de conflictuarse públicamente con su amigo Mario Vargas Llosa cuando éste dijo que el México priista era “la dictadura perfecta”.

Pero vayamos al principio. El origen de la palabra “intelectual” puede situarse, con meridiana claridad, en el contexto de la Revolución Francesa. Es decir, en el siglo XVIII, también conocido como El siglo de las luces o de la ilustración. De esa forma solía identificarse a quienes se dedicaban a la filosofía, la ciencia, la literatura o el arte.

No obstante, el uso del sustantivo “intellectuel” en lengua francesa apareció publicado por primera vez alrededor de 1820 en un artículo firmado por Saint-Simon (Claude Henri de Rouvroy, conde de Saint Simon, que renunció a sus títulos nobiliarios para sumarse a la Revolución Francesa). En ese texto, el escritor sostenía que los intelectuales eran los encargados de dirigir a la sociedad, ya que tenían la capacidad de comprender los problemas y encontrar soluciones. Ahí nació la idea de “los expertos”, tan recurrida en nuestros días por las corrientes tecnocráticas y de derecha.

Pero fue el caso Dreyfus, que tuvo lugar a finales del siglo XIX, el que terminó de consolidar el concepto de intelectual en la acepción moderna, al igual que su prestigio. El vehículo principal fue el famoso Yo acuso (J’accuse…!), del escritor Émile Zola, mediante el cual denunció el antisemitismo prevaleciente en su país en esa época.

El caso Dreyfus dividió a la sociedad francesa en dos bandos: los que creían en la inocencia del militar acusado de traición (Zola, Gide, Proust, Péguy, Mirbeau, Anatole France, Jarry, Claude Monet…) y los que creían en su culpabilidad (Barrès, Drumont, Leon Daudet, Pierre Loti, Jules Verne…).

Alfred Dreyfus fue acusado de traición y posteriormente condenado a cadena perpetua. El primer juicio, instaurado en 1894, se basó en un documento falso. El autor de ese fraude a la ley confesó su fechoría el 30 de agosto de 1898 y un día después se suicidó en su celda. El Tribunal Constitucional, al resolver el recurso de casación interpuesto por el acusado, anuló su juicio el 3 de junio de 1899.

El 9 de septiembre de ese mismo año, empero, otro Consejo de Guerra, en lugar de reconocer el error judicial que se había cometido contra el reo, lo condenó de nuevo, esta vez a diez años de trabajos forzados. El escándalo que generó el fallo del tribunal militar obligó al presidente de la República, Émile Lubet, a intervenir en el caso. Con el propósito de evitar un tercer proceso, diez días después de la segunda condena, emitió un decreto de indulto en favor del oficial falsamente incriminado. Dreyfus fue declarado legalmente inocente hasta seis años después de recibir el indulto por parte del presidente francés. Su rehabilitación en el ejército ocurrió hasta el 12 de julio de 1906.

Por su parte, Émile Zola fue condenado en un par de ocasiones por difamación e injurias, a partir de lo que escribió en su famoso alegato a favor de Dreyfus. Quien lo acusó fue el ministro de Guerra de Francia. Sin embargo, la legitimidad de su lucha, su credibilidad como periodista y escritor y su autoridad moral como intelectual, evitó que pisara la cárcel. Claro, también influyó su autoexilio. El escritor regresó a Francis en 1899. Murió asfixiado por el humo de la chimenea en su casa de París, el 29 de septiembre de 1902. Para entonces, la noción de intelectual había adquirido un prestigio que quizá no volvería a ostentar en el futuro.

Más de tres décadas después, en la Italia de Mussolini, un preso político, Antonio Gramsci, abordó el tema con amplitud en su monumental obra Los cuadernos de la cárcel, escritos precisamente desde su celda. Para el filósofo y periodista, los intelectuales son los portadores de la cultura y los que están encargados de interpretar y legitimar el orden social.

Gramsci distingue entre dos tipos de intelectuales: los tradicionales, que son los que se encuentran en la cima de la pirámide social y que apoyan el orden establecido; y los orgánicos, que surgen de todo grupo social y que cumplen la función esencial de brindar a ese grupo homogeneidad conceptual en los campos económico, social y político.

De acuerdo con esta segunda acepción, los intelectuales orgánicos son los que tienen el papel más importante en la lucha política, ya que éstos pueden conectar las aspiraciones de las clases subalternas con las ideas y los valores de la cultura dominante. De esa forma es más eficaz la lucha por la transformación social. Aún más: para Gramsci, todos los seres humanos pueden y deben llegar a ser verdaderos intelectuales, pues aún el trabajo más elemental y tosco exige la participación del pensamiento.

Claramente, el concepto de “intelectual” ha evolucionado a lo largo de la historia. En la actualidad puede definirse como tales a las personas comprometidas con la difusión del conocimiento y con la reflexión crítica. Que lleguen a desempeñar un papel importante en la sociedad, que contribuyan a la formación de la opinión pública y a la transformación social, depende de la ética con la que se conduzcan en sus actividades, lo cual incluye posiciones políticas e ideológicas. Porque si alguien proclama que es independientes de cualquier clase social o ideología, y por tanto se considera a sí mismo como un “intelectual puro”, sepa usted que ese alguien está construyendo un sofisma.

Los “intelectuales puros” no existen. Quien describa a otro u otra en esos términos está incurriendo en una falacia. Es una postura insostenible en la praxis. Sostener que un trabajo intelectual carece de ideología y de subjetividad sólo pretende el ocultamiento, la negativa vergonzante de afinidades y/o antipatías políticas. Y eso revela, precisamente, la postura política e ideológica del sujeto.

Por Redaccion

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