Los idus de marzo 30 años después (III)

Por Ramón Alfonso Sallard

Fue tal el impacto, que nadie daba crédito a lo que ocurría. Para las élites, primero fue el azoro generalizado, luego el enojo por echar a perder la fiesta de ingreso de México al primer mundo (entraba en vigor el TLC), y finalmente el miedo y la incertidumbre. Todo, en un solo día: el 1 de enero de 1994. El editorial de primera plana de La Jornada, diario de izquierda que posteriormente asumiría una línea editorial pro zapatista, publicado en su edición del 2 de enero, ilustra con claridad el desconcierto que aconteció en esas primeras horas. El título “No a los violentos”, dejaba de lado las ambigüedades:

“Cualquier violencia contra el Estado de Derecho, venga de donde venga, tiene que ser en principio algo para condenar. Pero si quienes encabezan el alzamiento chiapaneco se proponen, entre diversos objetivos, la remoción del presidente de la República, vencer al ejército mexicano y avanzar triunfalmente hacia esta capital, ya no se sabe dónde empieza el mito milenarista, dónde el delirio y dónde la provocación política calculada y deliberada. Sin que conozcamos todavía quiénes componen la avanzada ideológica y militar del grupo, es evidente que sus miembros se han incrustado en las comunidades indígenas y enarbolan un lenguaje no sólo condenable por encarar sin matices la violencia, sino porque sus propósitos son irracionales. Y la irracionalidad le hace enorme daño a las colectividades, a las naciones y a los pueblos”.

Los combates duraron unos cuantos días. No obstante, la impresión generalizada era que había centenares de muertos y heridos, distribuidos entre ambos bandos. Las imágenes de los medios de comunicación así lo hacían suponer. Los números oficiales minimizaban el conflicto: 71 guerrilleros, 15 militares y 24 policías muertos; 29 soldados heridos y 107 rebeldes detenidos. Resultaba lógico que el Ejército, mejor armado y entrenado, y muy superior en número, tuviera las menores bajas, pero el parte de guerra parecía demasiado magro para la magnitud de los combates que se habían visto por televisión, y las fotos que atestiguaban incontables cadáveres tirados por las calles de Ocosingo.

Lo más grave fue la aparición de varios cuerpos de indígenas, atados todavía de manos a sus espaldas, y con tiros de gracia en la cabeza. Esas imágenes, que recorrieron el mundo, demostraban sin lugar a duda la ejecución a mansalva de un número indeterminado de combatientes.

Cuando ya diversos autores habían sepultado la lucha guerrillera en Latinoamérica –Jorge G. Castañeda escribió un libro titulado La utopía desarmada–, de pronto emergía una insurrección indígena que podía seguirse a todo color por televisión e internet, además de los medios impresos y la radio. El impacto visual y mediático en general fue brutal. Era la prueba viva de que la caída del Muro de Berlín no había destruido las ideologías. La utopía seguía viva y más vigente que nunca, pero ahora transformada en el reclamo armado de un pueblo conquistado, marginado y mantenido en la miseria durante siglos. Para las sociedades desarrolladas, el asunto era mucho mejor que presenciar un talk show en vivo.

En ese punto del conflicto, Carlos Salinas de Gortari enfrentaba graves problemas de credibilidad. Al principio, la sorpresa lo había paralizado. Pero rápidamente se repuso y ordenó abrir fuego contra el enemigo. El ejército mexicano tenía que combatirlo hasta su derrota total. Durante la primera semana de enero, tuvieron mayor influencia en sus decisiones las posturas de los sectores más conservadores de la sociedad mexicana y del aparato estatal, que pugnaban por poner en marcha los métodos que a lo largo de la Guerra Fría se habían gestado, nacional e internacionalmente, para enfrentar los movimientos guerrilleros.

Aquellos procedimientos, revelaría el propio Salinas años después, podían resumirse en las siguientes acciones: perseguirlos y destruirlos a cualquier costo, incluido el aniquilamiento de la población civil, entre la cual se confundían los guerrilleros. Las presiones le llegaban de todas partes.

Durante aquellos primeros y aciagos días de enero, Carlos Salinas dispuso de toda la capacidad del Estado Mexicano para hacer un seguimiento cuidadoso y detallado sobre posibles grupos afines a la guerrilla chiapaneca o que, en su defecto, quisieran levantarse en armas siguiendo el ejemplo de los zapatistas. Orientó especialmente su atención a Guerrero, Oaxaca e Hidalgo, entidades en las que creía que podían registrarse otros brotes. Desplegó entonces varias unidades del ejército en la parte alta de las montañas. Además, y con el propósito de afrontar el riesgo latente de un nuevo frente guerrillero, representantes de primer nivel del gobierno federal se reunieron con los gobernadores de aquellos estados y los jefes militares de cada zona.

José Córdoba, el brazo derecho de Salinas, responsable en los hechos de la Seguridad Nacional y principal promotor desde el gobierno de combatir a los rebeldes hasta derrotarlos militarmente, empezó a integrar un grueso expediente sobre la organización que más elementos podía aportarle a la nueva guerrilla: el Procup (Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo) que, fusionado con el Partido de los Pobres, fundado por Lucio Cabañas, se aprestaba a sumarse a la lucha armada.

PAREN LA GUERRA: CLAMOR NACIONAL E INTERNACIONAL

Así estaban las cosas para el 6 de enero. El gobierno mexicano había dado los pasos necesarios para la contraofensiva final. Ese día fue clave en el cambio de rumbo. Un mensaje de Salinas colocó a la opinión pública nacional en su contra. Fue el más desafortunado de toda esa etapa. En cadena nacional, anunció la implementación de un programa en el que participaría cada una de las dependencias de su administración para enfrentar los problemas de marginación y pobreza de Chiapas. Enseguida, presentó una relación de gastos del Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), es decir, lo mucho que ya se había hecho.

La minimización del conflicto resultaba inaudita: Según Salinas, el problema se limitaba a cuatro municipio. No era un levantamiento indígena. La organización contaba con una dirigencia profesional, de origen nacional y extranjero, experta en actos terroristas. El gobierno había hecho todo lo posible para evitar la violencia.

La opinión pública se enardeció. Dirigentes de partidos políticos, académicos y analistas, coincidieron: la insensibilidad del presidente resultaba atroz. Nadie avalaba la vía armada, pero la causa indígena merecía el apoyo sin reservas de la sociedad civil mexicana. “Parar la guerra” era el clamor general.

En ese contexto, el equipo colosista hacía sus evaluaciones y coincidía más con la postura del presidente. La mayoría de los colaboradores del candidato presidencial eran cuadros priistas ortodoxos que veían la actividad política en blanco y negro. Pocos del primer círculo, a la luz de lo ocurrido posteriormente, se salvaban de esa categorización.

El mismo candidato conocía la marginación, pobreza y explotación indígena imperante en Chiapas, y de hecho tenía un diagnóstico bastante claro de esa región, elaborado cuando era titular de la Secretaría de Desarrollo Social. Tan nítida para él resultaba la problemática chiapaneca, que una primera elección para iniciar su campaña presidencial había sido, precisamente, aquella entidad del sureste mexicano. Eso era algo que, en aquellos momentos, todavía estaba evaluando con su equipo y con el presidente de la república.

Sin embargo, antes que diagnosticar el estallido violento como consecuencia de la situación que tan bien conocía, Colosio escuchó más las voces que lo rodeaban, para las cuales había intereses políticos y electorales mezclados, cuyo fin último era impedir su ascenso a la presidencia. ¿Quién o quiénes están detrás de todo esto? Con esa pregunta podía sintetizarse la mayor preocupación de los colosistas.

Otra era la opinión de Manuel Camacho y su grupo. Desde antes del 6 de enero, el secretario de Relaciones Exteriores había diferido diametralmente de la mayoría de sus colegas de gabinete, que se inclinaban por la línea dura. Incluso le llegó a plantear a Salinas que lo nombrara mediador para iniciar negociaciones con los rebeldes.

Marcelo Ebrard, Ignacio Marván y Enrique Márquez elaboraban escenarios sobre el conflicto en Chiapas. Los dos últimos tenían la encomienda de abocarse de lleno al análisis de lo que ocurría para proponer alternativas de solución. Entre el 5 y el 7, las opciones para el grupo oscilaban entre ir a Gobernación o salir del gobierno para encabezar un movimiento que frenara la guerra.

La tensión estaba llegando al máximo. Desde la casa de Marván, aquella tarde del 7 de enero, Camacho intentó comunicarse varias veces con Salinas, pues le urgía verlo a la hora que fuera. Le respondían que la agenda estaba demorada y que, difícilmente, podría cumplir con la cita que le había otorgado para las siete de la tarde. Comió con él en Los Pinos, pocas horas antes, pero no tuvo oportunidad de exponerle sus inquietudes, pues también estuvieron presentes el mandatario de El Salvador y el presidente electo de Honduras, convocados con el objeto de intercambiar experiencias y poner un cerco a la guerrilla en Centroamérica.

Camacho se levantó de pronto del sillón donde estaba sentado, en el departamento de Marván, y se dirigió a sus colaboradores, según el relato de Márquez, incluido en su libro: “Bueno, pues llegó el momento. La cosa va a estar muy difícil con el presidente. Va a ser una discusión frontal y radical. Lo único que importa aquí es el Estado, pero sobre todo el futuro del país”.

Antes de salir, agregó:

“Es muy posible que si las cosas salen mal me vayan a inventar (o ya me están inventando) cualquier cosa y me vayan a detener. Si no regreso en dos horas, den rápido una conferencia de prensa, con medios nacionales e internacionales, para denunciar los hechos. Juan Enríquez tiene ya instrucciones de cómo sacar a mis hijos del país”.

Márquez y Marván se quedaron atónitos. Muy preocupados. Camacho regresó a la hora y media. Una vez más, no había podido platicar con Salinas. La cita se pospuso para el día siguiente, sábado 8 de enero, por la mañana. Les pidió a todos que se fueran a descansar y que estuvieran en las oficinas de Observatorio por la tarde.

EL COCHE BOMBA Y EL LLAMADO A LA INSURRECCIÓN GENERAL

El 8 de enero, al mismo tiempo que Salinas recibía el parte de guerra de manos del general Antonio Riviello Bazán, secretario de la Defensa Nacional, en el que le informaba sobre la derrota militar zapatista y quedaba a su disposición, en espera de la orden para avanzar sobre los guerrilleros que se batían en retirada rumbo a la selva, hubo varios acontecimientos que nadie podía soslayar:

Un carro bomba explotó en uno de los centros comerciales más importantes de la capital del país, causando importantes daños a los establecimientos comerciales y a más de veinte vehículos. En el comunicado que reivindicó el atentado, se llamaba a la población a respaldar al EZLN. Con diferencia de horas, estalló un cohete antitanque en un coche abandonado en las inmediaciones del campo militar número uno, en la misma ciudad de México. Muy cerca fueron hallados otros dos misiles.

Poco después, se registraron ataques dinamiteros en contra de torres de energía eléctrica en Michoacán y Puebla, así como también en una refinería de Pemex ubicada en Tula, Hidalgo. El gobierno tuvo que emplear helicópteros de la PGR, asignados a la lucha contra el narcotráfico, para vigilar los más de cien mil kilómetros de líneas de transmisión eléctrica del país. Algunas versiones que se difundieron en prensa, señalaban que los explosivos utilizados en esos atentados provenían de los 1,566 kilogramos de dinamita y los 10,400 detonadores que el EZLN había obtenido en Chiapas cuando asaltó a la brigada de exploración de Pemex, el 31 de diciembre de 1993.

Estos acontecimientos contribuyeron a generar un fenómeno de psicosis en todo el país en los dos días siguientes. En la capital, fue necesario realizar una amplia movilización de asustados policías para resguardar estaciones del metro, bancos, embajadas, oficinas federales, delegaciones, sedes de partidos políticos y las instalaciones de energía eléctrica. De inmediato, el presidente dispuso una reasignación del presupuesto federal para fortalecer la seguridad pública. Las falsas alarmas de bombas sobre edificios públicos hicieron que el día 10 fueran desalojadas varias instalaciones en el Distrito Federal, Tabasco y Morelos. También hubo amenazas de muerte en contra de varios funcionarios.

Para esos días, asimismo, la Cruz Roja Mexicana hablaba ya de una cantidad cercana a las 15 mil personas desplazadas de sus hogares en la zona de conflicto. Los albergues que se habían instalado en Las Margaritas pronto fueron insuficientes. Los indígenas –algunos de ellos ni siquiera hablaban castellano–, seguían llegando por miles, en busca de refugio, a las áreas donde el ejército mexicano no había realizado operaciones.

Salinas, en su conversación con Castañeda para el libro La herencia, evaluó:

 “El levantamiento en Chiapas fue un cambio radical del contexto político en el cual se estaban desarrollando la tarea de gobierno y las campañas electorales. Si bien la ofensiva del EZLN se contuvo inmediatamente y no tuvo ningún éxito militar, estrujó al país y tuvo un efecto mundial sin precedentes. Conforme pasaban los días, y esas primeras horas del mes de enero de 1994, se venía una cadena de eventos que estaban tensando y poniendo en enorme riesgo incluso la celebración de la elección (…) Era de tal magnitud el problema de Chiapas, que la atención de los medios se concentraba en ese tema y en la posibilidad de un levantamiento en el resto de Chiapas, y en otras regiones del país. Había medios, nacionales e internacionales, que hacían reportes como si estuviéramos al borde de una guerra civil, o de una inestabilidad política que hiciera imposible la convivencia armónica entre los mexicanos.”

El caos, pues. La guerra psicológica.

LA MEDIACIÓN DEL OBISPO SAMUEL RUIZ

Un resquicio se abrió el 7 de enero, cuando el EZLN anunció que sólo por conducto del obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, aceptarían proposiciones del gobierno. Al día siguiente, el mismo en que ocurrieron los bombazos, el prelado anunció que aceptaba el papel de mediador. También fue cuando Salinas recibió el parte de guerra del general Riviello. Y cuando se entrevistó con Camacho.

Aquel sábado, después de cumplirse una semana de combates, la prioridad para el presidente no era ya exterminar a los zapatistas, sino evitar que se abrieran nuevos frentes de batalla fuera de Chiapas. Cada vez estaba más obligado a parar los combates para retomar la iniciativa perdida. La guerra física necesitaba transformarse en una confrontación de ideas y de posiciones, en torno de una mesa de negociación, y con los medios de comunicación como testigos. Tal fue la primera concusión a la que llegaron el presidente y su secretario de Relaciones Exteriores.

El encuentro, como lo había anticipado Camacho a sus colaboradores, fue ríspido, tenso, difícil. Pero después de la comida –duraron horas y horas conversando–, el presidente ya había tomado una decisión: pese a todas sus resistencias, sus desconfianzas y los posibles sentimientos encontrados respecto a su amigo de casi tres décadas, aceptó designarlo comisionado para la paz, como él lo pedía, y dar un golpe de timón a su política sobre Chiapas.

Por un lado, el presidente debía de considerar que Camacho estaba resentido con él por no haber sido designado para sucederlo en el cargo y podía desbordarse fácilmente, como ya había ocurrido anteriormente. Salinas valoró la posibilidad de que, si no atendía la petición de su canciller, éste podía renunciar a su cargo, lanzarse a las calles y ponerse a la cabeza del movimiento a favor de la paz, que cada minuto crecía en el país y en el extranjero. La opinión pública nacional e internacional presionaba al mandatario mexicano para buscar salidas negociadas al conflicto armado. También varios gobiernos lo urgían a detener los combates. En un escenario como ese, la salida de Camacho del gobierno habría generado una crisis mayor a la administración salinista.

Por el otro lado, el secretario de Relaciones Exteriores había demostrado en los hechos su capacidad negociadora, primero como subsecretario de Desarrollo Regional de la Secretaría de Programación y Presupuesto, luego como secretario de Desarrollo Urbano y Ecología y, sobre todo, como secretario general del PRI durante la calificación de la elección presidencial en 1988. Esa destreza para la concertación la había reafirmado durante todo el tiempo que duró en la regencia del Distrito Federal. Como gobernante de la capital logró recuperar para la causa salinista un territorio en el que habían sido arrasados, y evitó el desbordamiento de pasiones producto de las protestas por el fraude electoral. También pudo contener diversos movimientos sociales. No era poca cosa.

Además, las negociaciones públicas y también las ocultas, los compromisos mutuos y el trato frecuente con la oposición de izquierda, habían convertido a Camacho en un interlocutor confiable para ese segmento ideológico, en cuyo extremo se había ubicado el movimiento zapatista. Por todo ello, el gobierno no disponía de una mejor carta que el secretario de Relaciones Exteriores.

La opción de Salinas pareció lógica para todos, menos para el candidato del PRI y sus colaboradores cercanos, quienes no estuvieron de acuerdo en el fondo, pero las formas resultaron todavía más deplorables para ellos. ¿Cómo que el nombramiento de Camacho se anunció el mismísimo día en que Colosio iniciaba su campaña presidencial?

En realidad, la magnitud del desastre no sólo opacaba la campaña presidencial priista: también dejaba en segundo término las demás campañas y, de hecho, todos los temas que no estuvieran relacionados con el levantamiento indígena. Basta con releer sin prejuicios los diarios y revistas de la época. Los medios, simple y sencillamente, reflejaban el interés de la sociedad por un conflicto que la tomó por sorpresa, tanto o más que al mismo gobierno y a la comunidad internacional.

EL CAMBIO DE RUMBO

El reconocimiento presidencial de “lo que no había funcionado” empezó el día 10, cuando anunció el nombramiento de Camacho, paralelamente al de Jorge Carpizo MacGregor como nuevo secretario de Gobernación. El entonces procurador general de la República sustituía a Patrocinio González Garrido, gobernador de Chiapas con licencia, que se había separado del puesto dos años antes para hacerse cargo de la política interna del país. Elmar Seitzer, gobernador interino que había quedado en lugar de Patrocinio, también tuvo que renunciar, y en su lugar quedó Javier López Moreno.

En ese momento, el gobierno recobró la iniciativa social y política, lo que resultó fundamental para conducir el proceso electoral del país. Por lo demás, las encuestas decían que, si las negociaciones con la guerrilla zapatista resultaban exitosas, el candidato presidencial del PRI sería el primer beneficiario.

El 12 de enero continuó la rectificación. El presidente anunció el cese al fuego unilateral y cuatro días después propuso al Congreso de la Unión una amnistía general. Mientras tanto, Camacho ya estaba en San Cristóbal de las Casas, acompañado del obispo Samuel Ruiz, a quien reconoció de inmediato como mediador. Un día antes de iniciar las conversaciones en la catedral de San Cristóbal de las Casas, el comisionado acudió a la selva a una reunión con Marcos, el líder guerrillero. Eso sólo pudo ser posible después de intensos intercambios. Salió en automóvil de madrugada, aún oscuro, por caminos desconocidos y tuvo que aguardar sentado en el vehículo durante horas interminables. Hasta que lo abordaron varios individuos. Uno de ellos, desde el asiento de atrás –Camacho se encontraba en la parte delantera—se presentó como el sub comandante Marcos. Así fue como inició la comunicación directa, sin intermediarios, entre el representante del gobierno y el jefe militar del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Para fines de febrero, ya se habían construido las condiciones necesarias para sentarse a negociar. El domingo 20, con la mediación de Samuel Ruiz, se instaló la mesa del diálogo en la Catedral de San Cristóbal, donde se hospedaron, por cuestiones de seguridad, tanto Manuel Camacho y su equipo como los 19 delegados zapatistas, encabezados por Marcos. Al día siguiente, a las pocas horas de iniciado el diálogo, y como prueba de la disposición de la guerrilla a pactar, el general Absalón Castellanos Domínguez, ex gobernador de aquella entidad secuestrado en las primeras horas del conflicto, fue liberado por milicianos y recibido por Camacho y familiares.

EL BLITZKRIEG DE CAMACHO

En 1996, al rendir declaración ante la Fiscalía Especial del Caso Colosio, Salinas manifestó por escrito su arrepentimiento: “El tiempo me ha permitido concluir que resultó equivocado darle a Manuel Camacho aquella responsabilidad en un momento tan delicado”. Las razones: “Debo admitir que la actuación del comisionado fue más protagónica, y desató una mayor tensión en el entorno político de lo que yo había esperado. Es cierto que la ambigüedad de su comportamiento y el uso que hizo de los medios para promover lo que parecía ser una postulación independiente, sembró profundas inquietudes en el partido, entre inversionistas y en observadores tanto internos como externos”.

De nueva cuenta se arrepintió en 1999, en este caso de su arrepentimiento del 96, y retornó a su postura inicial, a pesar de que la antigua relación con su compadre había quedado rota desde principios de 1995. Salinas razonó:

“Debe comprenderse que para encauzar a un grupo que se ha levantado en contra del gobierno, se necesitaba un comisionado con un perfil que le diera confianza a ese grupo para convencerlo de sentarse a dialogar. Dentro de todos los inconvenientes que tuvo la designación de Manuel, en la distancia y visto desde la perspectiva actual, no cabe duda de que en ese momento, dada la prioridad que representaba conducir el conflicto en Chiapas por la vía de la paz y la justicia, su designación cumplió bien, porque hasta ahora es la única iniciativa que ha logrado que en la mesa de negociación estuvieran todas las partes: el gobierno y el grupo que se levantó en armas. Marcos se sentó durante horas a dialogar con Camacho”.

En 1996, de igual forma, la visión de José Córdoba respecto a Chiapas quedó clara para el público. Fue en una entrevista que concedió al periodista Sergio Sarmiento de Reforma: “Una guerrilla no se prepara durante años para entregar las armas en unos días”.

Poco antes del 10 de enero de 1994, Córdoba le manifestó al presidente su “gran preocupación” por el nombramiento de Manuel Camacho como negociador de la paz en Chiapas. Le argumentó que, independientemente de las intenciones, “su resurgimiento en la política interna podía alentar a seguidores y adversarios, interferir en el desarrollo incipiente de la campaña y contribuir a un clima de confusión”.

De hecho, había preparado el borrador de un proyecto de decreto que inhabilitaba a Camacho como candidato en las elecciones federales de agosto. Su idea era que el nombramiento de comisionado ocurriera dentro del ejecutivo: una suerte de ministro sin cartera, miembro del gabinete, con todas las restricciones propias al cargo de secretario de Estado, incluida la necesidad de renunciar seis meses antes de las elecciones para participar en ellas. Salinas le respondió que el proyecto de decreto era “ofensivo” para el aspirante presidencial perdedor y que éste “jamás lo aceptaría”.

Ironizó Córdoba:

“Me dijo que Camacho argumentaba que necesitaba, para ser eficaz, la flexibilidad de un nombramiento singular que le permitiera a la vez hablar a nombre del gobierno y no ser miembro del gobierno, para ser el interlocutor de un grupo que desconocía al gobierno. Yo no entendía con claridad esa lógica”.

Pero el presidente consideró que su preocupación era excesiva, pues el nombramiento iba acompañado de un compromiso personal por parte del comisionado, en el sentido de que al término de sesenta días, tiempo que él necesitaba para la ofensiva negociadora –le llamaba blitzkrieg–, su desenlace personal era el mismo en cualquiera de los dos escenarios que tenía previstos: se retiraba. Cumpliría algunos proyectos personales que había pospuesto, se dedicaría a viajar y regresaría a México después de las elecciones de agosto.

¿Cuáles eran los escenarios? Camacho decía que se llegaba a un acuerdo rápido o no se llegaba a ninguno. Al cabo de los 60 días que pidió, el EZLN debería haber firmado el acuerdo marco que él se proponía negociar, y entonces transferiría la responsabilidad de su ejecución al gobierno; si no era así y la guerrilla rechazaba la negociación, quedaría acreditada su cerrazón frente la opinión pública, brindando mayores márgenes de acción al gobierno.

“Debo confesar que siempre alimenté el mayor escepticismo sobre la probabilidad del primer escenario. Una guerrilla no se prepara durante años para entregar las armas en unos días. Aparentemente la estrategia del EZLN era maximizar su impacto político a lo largo del año electoral. Eso hacía improbable, a mi juicio, una negociación rápida sobre los temas de la agenda chiapaneca. Sin embargo, también me parecía que el segundo escenario representaba un avance”, relató Córdoba.

Y explicó:

“No me opuse a la tarea negociadora en Chiapas del licenciado Camacho, pero sí a sus ambigüedades políticas. Lo hice expresando mi opinión al presidente, insistiendo al punto de generar molestia. No lo hice a través de intrigas o manipulaciones en la prensa. (…) Lo supo Luis Donaldo Colosio”.

Manuel Camacho, en su declaración ministerial, reviró: “Su línea era exterminar al EZLN y no buscar la paz. Hay testimonios al respecto”.

Entre el 21 de febrero y el 2 de marzo se celebraron las Jornadas para la Paz y la Reconciliación en Chiapas. La atención nacional e internacional se volcó a San Cristóbal, donde, diariamente, al terminar cada sesión, se informaba a los medios de todo el mundo los avances en las negociaciones. El modelo fue propuesto por Camacho y acordado previamente con el presidente, ya que existía la convicción del comisionado de que la prensa era pro zapatista y que resultaba necesario desplegar toda una estrategia de presencia en medios que combatiera esa tendencia. Salinas estuvo de acuerdo.

Los zapatistas presentaron el primer día un pliego de demandas que incluía no sólo las anunciadas en la Primera Declaración de la Selva Lacandona, sino también una larga y detallada lista de agravios cometidos en contra de los indígenas. Sobre eso avanzaron hasta lograr un documento denominado “Compromisos para una paz digna en Chiapas”. Las respuestas gubernamentales a las peticiones rebeldes se resumieron en 32 puntos.

Durante el lapso de las negociaciones, día a día, el comisionado consultaba al presidente a través de un teléfono con el que podía establecerse una comunicación encriptada y directa entre ambos, evitando así los riesgos de que alguien pudiera enterarse de los términos de la negociación y tratara de sabotearlos. Al final, Salinas colmó de halagos a Camacho por los acuerdos alcanzados. Los zapatistas también quedaron satisfechos, según el comunicado oficial:

“No hubo dobleces ni mentiras, nada fue escondido a nuestros corazones y a la gente de razón y bondad. No hubo compra y venta de dignidades. Hubo igualdad en el hablar y en el escuchar. Hubo diálogo bueno y verdadero”.

El EZLN, incluso, elogió públicamente al representante gubernamental:

“Hemos encontrado en el comisionado para la Paz y la Reconciliación en Chiapas a un hombre dispuesto a escuchar nuestras razones y demandas. Él no se conformó con escucharnos y entendernos, buscó además las posibles soluciones a los problemas. Saludamos la actitud del comisionado Manuel Camacho Solís”.

Por Redaccion

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